Y como final de esta serie de artículos sobre la Resurrección de Cristo, ofrecemos casi completos los aparatdos 4, 6 y 7 del capítulo IV (Bajada a los Infiernos – Resurrección – Ascensión a los cielos) del libro Credo de Hans Küng, al que ya nos hemos referido otras veces en otro lugar. Lo haremos en este y en el próximo, y último, capítulo de la serie.
¿Creer en la tumba vacía?
… ¿A quién se le ocurriría suponer, ante una tumba vacía, que quienquiera que sea ha resucitado de entre los muertos? La mera tumba vacía no dice absolutamente nada. Pues el hecho de que una tumba esté vacía puede tener, notoriamente, muchas explicaciones. Esto es válido hoy y era válido también entonces. Y son los propios evangelistas quienes, probablemente para hacer frente a los rumores de los judíos en esa dirección, nos informan ya sobre las posibles explicaciones: ¿Estaba la tumba vacía? Entonces sólo puede ser que han robado el cuerpo, o que lo han confundido con otro, o que la muerte fue sólo aparente. O peor aún: la historia de la resurrección es sólo una ficción, una estafa de los discípulos. Aún hoy sigue habiendo personas que, contra los testimonios inequívocos de las fuentes auténticas, creen en la tesis de la muerte aparente de Jesús y difunden esas tesis poco serias en libros provistos de títulos tan efectistas como Jesús, el primer hombre nuevo: una idea abstrusa, si se tiene en cuenta los testimonios históricos.
Dicho sin rodeos: con la tumba vacía, en sí, no se puede probar la verdad de la resurrección de Jesús de entre los muertos. Eso sería una clara petición de principio: se presupone lo que habría que demostrar. Pues, por sí misma, la tumba vacía sólo dice lo siguiente: “Él no está aquí” (Mc 16, 6). Y hay que añadir expresamente, por no ser en modo alguno evidente: “Ha resucitado” (Mc 16, 6). Pero esto también se le puede decir a cualquiera, sin necesidad de enseñarle una tumba vacía.
Todo esto quiere decir lo siguiente: según el Nuevo Testamento, no fue la tumba vacía, de por sí, lo que hizo creer en el Resucitado (en el evangelio de Juan tampoco cree Pedro cuando ve la tumba vacía, sólo el discípulo amado, lo que hace pensar en un saber que procede de Dios). Y así como en todo el Nuevo Testamento no hay nadie que afirme haber estado presente durante le hecho mismo de la resurrección, no que diga que conoce testigos oculares de la resurrección, así tampoco hay nadie que asegure que su fe en el Resucitado proviene de la tumba vacía. En ningún momento recurren los discípulos a la tumba vacía para fortalecer la fe de la joven
Comunidad cristiana, o para refutar o convencer a los adversarios. No puede sorprender, por tanto:
1. que el texto más antiguo sobre apariciones de Jesús (1 Cor 14, 4) no vincule la fe en la resurrección a la existencia de una tumba vacía;
2. que Pablo no mencione en ninguna de sus cartas la “tumba vacía” ni acuda a testigos autorizados de la “tumba vacía”, con el fin de reforzar su mensaje de la resurrección.
3. que, por último, los demás textos neotestamentarios, fuera de los evangelios, no digan nada sobre la tumba vacía.
Para el hombre contemporáneo, esto significa: la tumba de Jesús puede haber estado o no vacía, históricamente, pero la fe en la nueva vida, junto a Dios, del Resucitado no depende de la tumba vacía. El acontecimiento pascual no está condicionado sino, todo lo más, ilustrado por la tumba vacía. O sea, la “tumba vacía” no es un artículo de fe, es decir, no es base u objeto de la fe en la resurrección. La fe cristiana no llama a una tumba vacía sino al encuentro con el Cristo viviente, como dice el evangelio: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?” (Lc 24, 5).
A ello se añade que, en el propio Nuevo Testamento, los relatos sobre la tumba vacía divergen fuertemente en los detalles: los soldados que vigilan la tumba sólo aparecen en Mateo. El hecho de que Pedro acuda a la tumba sólo lo mencionan Lucas y Juan; la aparición a las mujeres, sólo Mateo, y a María Magdalena, sólo Juan. Por todo ello, la mayor parte de quienes se adhieren al análisis crítico de la Biblia legan a la convicción de que las historias en torno a la tumba son ilustraciones legendarias del mensaje de la resurrección, al estilo de las epifanías del Antiguo Testamento, y que fueron escritas muchas décadas después de la muerte de Jesús.
Pues, si se observa bien, en el centro del relato sobre la tumba no está la tumba vacía sino el mensaje, breve, como una profesión de fe, de la resurrección: “Ha resucitado” (Mc 16, 6), tal y como aparece en el documento más antiguo del Nuevo Testamento, la primera carta a los Tesalonicenses del año 51/52, y en diversos documentos posteriores: Jesús, “a quien él (Dios) ha resucitado de entre los muertos” (1 Tes 1, 10). Los relatos sobre la tumba vacía no deben ser entendidos como reconocimiento de un hecho sino como la reconstrucción narrativa, surgida seguramente ya bastante pronto, y el despliegue cada vez más legendario del mensaje de la resurrección, tal y como está contenido en el anuncio del (o de los) ángeles.
¿Sigue teniendo entonces un sentido el leer, el Domingo de Resurrección, esas historias sobre la tumba? Sí, por supuesto. Lo que he dicho sobre el evangelio de la Navidad es aplicable también a los evangelios de la resurrección: un relato concreto, como el de los discípulos que caminan a Emaús, un cuadro concreto como el de Grünewald, pueden calar más hondo que una frase teórica, que un principio filosófico o que un dogma teológico. Y estos relatos son, además, un signo que aclara y confirma lo siguiente: con la muerte de Jesús no ha terminado todo, Jesús no ha permanecido en la muerte y el Resucitado no es otro que el ajusticiado Nazareno.
¿Creer en la resurrección de Jesucristo, que significa hoy en día?
Lo primero aquí es tomar, simplemente, nota de lo siguiente: según todos los testimonios, los primeros discípulos y discípulas de Jesús declaran que el motivo de la fe que ha nacido en ellos es el Dios de Israel y el propio Jesús. Y para explicarlo no acuden a reflexiones sobre la impresionante personalidad de Jesús, que “no podía morir, sino que vive” (como se cantaba en otro tiempo sobre Lenin), ni tampoco a determinados modelos históricos (los justos que sufren, y los mártires), sino a apariciones a todas luces impresionantes, que les llevaban a dar testimonio público y que tuvieron lugar durante los días, semanas y meses posteriores a la muerte de Jesús, unas apariciones de las que Pablo nombra toda una serie de testigos que aún viven (1 Cor 15, 5-8); también aducen experiencias con el Jesús vivo, cosas inesperadas que les han ocurrido.
No cabe duda de que nuestros conocimientos relativos a las experiencias de orden espiritual, visiones, audiciones, dilatación de la consciencia, éxtasis, vivencias “místicas”, son todavía muy limitados como para poder dilucidar lo que, en último término, había de real en todos esos relatos. Y también es seguro que los discípulos se sirvieron de los modelos interpretativos que se conocían entonces. Pero no se pueden rechazar como alucinaciones tales vivencias ni tampoco se querrá aplicar inversamente un esquema supranaturalista y explicarlas como una intervención, desde arriba o desde fuera, de Dios. Probablemente se trató de visiones que tuvieron lugar en el interior, no en la realidad exterior. Pues la actividad “subjetiva”, de los discípulos y el obrar “objetivo” de Dios no se excluyen en absoluto mutuamente; Dios puede actuar también a través de la psique del hombre.
En cualquier caso, Jesús no apareció públicamente como el glorioso triunfador, con la bandera de la cruz en la mano, como se le representa desde la época de las Cruzadas. Esas “visiones” y “audiciones”, ese “ver” y ese “oír” no implican un conocimiento neutro, histórico, sino un acto de confianza: una aceptación confiada que no excluye las dudas: se trata de experiencias de fe, cuya más adecuada comparación serían las experiencias vocacionales de los profetas de Israel. Al igual que ellos, los discípulos y discípulas empiezan ahora a sentirse llamados, a anunciar el mensaje, en calidad de “enviados (apóstoles) del Mesías Jesús”, y a exponer su vida por ese mensaje, sin preocuparse de eventuales peligros…
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