Schadewaldt hubo de esperar unos minutos, después de que Dom Theodor le dejara solo en la biblioteca. El teniente los aprovechó para dejarse vencer por la arrebatadora belleza de esta joya; admiró las nobles maderas cubiertas de pan de oro de los estantes o las mesas de ébano, los mármoles, las hermosas lámparas, las pinturas al fresco del techo, los tapices. Le resultó curioso, o extraño, que en la biblioteca de un monasterio benedictino estuviera pintado en el techo san Agustín. Claro que Schadewaldt ignoraba que el monasterio perteneció, desde su fundación en 1732 y hasta 1854, cuando lo ocupó la actual comunidad benedictina, a los agustinos.
La pintura tenía que ver con este pasaje de las Confesiones (VIII, 12, 28-29) del santo de Hipona:
Mas apenas una alta consideración sacó del profundo de su secreto y amontonó toda mi miseria a la vista de mi corazón, estalló en mi alma una tormenta enorme, que encerraba en sí copiosa lluvia de lágrimas. Y para descargarla toda con sus truenos correspondientes, me levanté de junto Alipio -pues me pareció que para llorar era más a propósito la soledad- y me retiré lo más remotamente que pude, para que su presencia no me fuese estorbo. Tal era el estado en que me hallaba, del cual se dio él cuenta, pues no sé qué fue lo que dije al levantarme, que ya el tono de mi voz parecía cargado de lágrimas.
Quedóse él en el lugar en que estábamos sentados sumamente estupefacto; mas yo, tirándome debajo de una higuera, no sé cómo, solté la rienda a las lágrimas, brotando dos ríos de mis ojos, sacrificio tuyo aceptable. Y aunque no con estas palabras, pero sí con el mismo sentido, te dije muchas cosas como éstas: ¡Y tú, Señor, hasta cuándo! ¡Hasta cuando, Señor, has de estar irritado! No quieras más acordarte de nuestras iniquidades antiguas. Sentíame aún cautivo de ellas y lanzaba voces lastimeras: «¿Hasta cuándo, hasta cuándo, ¡mañana! ¡mañana!? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no poner fin a mis torpezas en esta misma hora?»
29. Decía estas cosas y lloraba con amarguísima contrición de mi corazón. Mas he aquí que oigo de la casa vecina una voz, como de niño o niña, que decía cantando y repetía muchas veces: «Toma y lee, toma y lee». De repente, cambiando de semblante, me puse con toda la atención a considerar si por ventura había alguna especie de juego en que los niños soliesen cantar algo parecido, pero no recordaba haber oído jamás cosa semejante; y así, reprimiendo el ímpetu de las lágrimas, me levanté, interpretando esto como una orden divina de que abriese el códice y leyese el primer capítulo que hallase. Porque había oído decir de Antonio que, advertido por una lectura del Evangelio, a la cual había llegado por casualidad, y tomando como dicho para sí lo que se leía: Vete, vende todas las cosas que tienes, dalas a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos, y después ven y sígueme, se había al punto convertido a ti con tal oráculo. Así que, apresurado, volví al lugar donde estaba sentado Alipio y yo había dejado el códice del Apóstol al levantarme de allí. Toméle, pues; abríle y leí en silencio el primer capítulo que se me vino a los ojos, y decía: No en comilonas y embriagueces, no en lechos y en liviandades, no en contiendas y emulaciones, sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo y no cuidéis de la carne con demasiados deseos. No quise leer más, ni era necesario tampoco, pues al punto que di fin a la sentencia, como si se hubiera infiltrado en mi corazón una luz de seguridad, se disiparon todas las tinieblas de mis dudas.
Cuando estaba absorto leyendo las palabras “Tolle, lege” de esta pintura del techo, que salían de la boca de un niño con aspecto de ángel que, desde una nube del cielo, las dirigía a san Agustín, sentado a la sombra de una higuera, oyó un portazo. Se dio la vuelta y vio a la persona que estaba esperando. Dom Nikolaus era un monje corpulento, de aspecto un tanto hosco. Avanzó hacia donde estaba Schadewaldt.
– Me han dicho que quería Usted hablar conmigo, teniente Schadewaldt, dijo con tono frío
– En efecto, Dom Nikolaus y ¿le han dicho también sobre qué?
– Sí, algo sobre una persona que estuvo alojada con nosotros.
– Cierto. Quiero obtener información sobre alguien que, creemos, que estuvo aquí hospedado, haciendo vida monacal y estudiando gregoriano. Tengo entendido que es Usted el encargado del albergue del monasterio.
– Así es.
– Y me preguntaba si, de alguna manera, lleva Usted un control de las personas que aquí se alojan.
– Pues la verdad es que no llevamos un control demasiado minucioso.
– ¿Qué quiere decir con que no es demasiado minucioso?
– Pues que, simplemente, anotamos su nombre, cuando nos llaman para realizar la reserva y lo cotejamos con su documentación, cuando llegan aquí.
– Y supongo que esos nombres que anotan estarán disponibles, ¿no?
– Me temo que los destruimos, cuando acaban su estancia aquí y abonan los gastos.
– ¿No tiene Usted ni siquiera un registro informático o una simple libreta donde anota esos nombres?
– No; no veo la necesidad.
– ¿Me quiere decir que no puede enseñarme ese registro?
– Le quiero decir que no existe.
– Y, por supuesto, en ese registro inexistente no figuraría un domicilio de la persona que busco.
– Ni de la persona que busca ni de ninguna otra. Eso en absoluto nos incumbe.
– ¿Y supongo que, si le digo el nombre de una persona, no recordará si se ha alojado aquí?
– ¡Puff! ¡Vienen tantos!
Schadewaldt tenía la impresión de estar jugando una partida de frontón, en la que él era el tenista y Dom Nikolaus el frontón, que devolvía todas las pelotas. Vistos los progresos realizados, decidió concluir con la entrevista.
– Bueno, ha sido Usted muy amable, Dom Nikolaus.
– Siento no haber podido ayudarle a obtener la información que busca.
– No se preocupe y muchas gracias.
– Vaya con Dios, teniente.
– Adiós, Dom Nikolaus. Supongo que ahora vendrá Dom Ludovic, ¿no es así?
– Sí, espere aquí un momento. Hasta luego.
Y el corpulento monje abandonó la estancia por donde había accedido a ella. Cuando se cerró la puerta, Schadewaldt emitió un sonoro resoplido, se sentó en un sillón de brazos de madera oscura, pues la entrevista se había desarrollado estando él y el monje de pie y, echó la cabeza hacia atrás, apoyando la nuca en la parte superior del respaldo, cerró los ojos, volvió a resoplar y abrió los ojos: “Tolle, lege” volvieron a leer éstos.
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