Seguimos con nuestro recuerdo a Verdi, en el año del 200 aniversario de su nacimiento, con este texto sacado de Enciclopedia Salvat de Los Grandes Compositores. La ópera. El Posromanticismo. Capítulo 8: Las óperas de Verdi. Epígrafes “Ópera de personajes” y “Verdi traicionado”. Con ello finalizamos este breve serie sobre los centenarios del 2013.
Verdi traicionado
Desgraciadamente, la enorme popularidad que ha rodeado a tales figuras ha contribuido no poco a deformar su carácter originario. Es típico en este sentido el caso de la Gilda de Rigoletto, que ya desde primeros de siglo se confiaba a menudo a una soprano ligera; una soprano que no teniendo en su voz sino colores exangües y desvaídos, convierte a este personaje en una melancólica boba lacrimosa. Nada más alejado del verdadero carácter de Gilda. Ésta es en realidad la típica doncella protagonista de tantas novelas del siglo XIX, cuya mejor expresión la hallaríamos en Lucía, la heroína de Manzoni, personaje que toda la crítica romántica ha demolido bajo la acusación de infantilismo y de estúpida inercia. Cuando en realidad Lucía – y Gilda con ella – es tan sólo un ser terriblemente joven. Y la juventud posee la rectitud moral de una fuerza tan extremada como simple que la induce a huir del tortuoso y ambiguo mundo de los adultos, quienes yerran fácilmente tomando por lacrimoso aturrullo lo que, en cambio, es tan sólo una trágica vulnerabilidad. Gilda sabe muy bien que está enamorada, intuye que volverá a ver al joven que ama, no duda en esconder el hecho a su padre, que es cariñoso pero – ella lo sabe muy bien – incapaz de comprenderla, y expresa a Giovanna sus propios remordimientos en un tono discursivo y concreto. ¿Ingenua y boba esta Gilda a la que el amor vuelve animosa y feliz además de astuta e inteligente a la hora de hacer que escape el bello Gualterio cuando el padre regresa de improviso? Esta Gilda es la que luego, consumado el engaño del falso enamorado, tiene la lúcida y amarga consciencia del propio dolor, consciencia de la que, en cambio, carece Rigoletto, un hombre débil a quien el íntimo sufrimiento sólo sabe indicar remedios extremos como automarginarse del mundo y tomar “¡Venganza, tremenda venganza!”. Recientemente un gran director, Carlo Maria Giulini, comentando críticamente este hecho, ha propuesto un parangón entre Gilda y Julieta: “Al igual que la Julieta de Shakespeare, Gilda aparece bajo la luz de la inocencia, pero, como aquélla, madura hasta convertirse en mujer. Gilda atribuye al amor un significado tan alto que por él sacrifica la propia vida ya que matar al duque significa matar su ideal de amor.” Solamente una voz plena y timbrada es capaz de revelar esta transformación.
Por las mismas razones, sólo un barítono que no se limite a emitir agudos no escritos en pasaje de “¡Venganza!” o a hacer de bufón con desmedido y engreído histrionismo puede representar con eficacia la tan compleja figura de Rigoletto. “¡Un jorobado que canta! Me parece bellísimo representar este personaje, exteriormente deforme y ridículo, interiormente apasionado y lleno de amor.” Así opinaba Verdi, como si quisiera indicar que aquello que le había emocionado en este extraordinario e irrepetible personaje fuese precisamente el contraste entre las dos personalidades tan opuestas que dentro de él pugnan entre sí: por una parte, el bufón que entra en escena haciendo mofa de todo, burlándose de los demás lleno de odio, de manera que sólo suscita la repulsión; por otra, el padre que en el susurrante monólogo nocturno se muestra como un verdadero hombre que en la soledad de la noche escruta en su interior para interrogarse angustiosamente, demostrando una sensibilidad que nada tiene que ver con el grito estentóreo. Pero parece como si una ruda corteza recubriera todavía este aspecto escondido de su carácter, tanto que sólo le fuese permitido mostrarlo a retazos. Por ejemplo, cuando se inclina sobre su hija con afecto receloso e intranquilo, pero también patético en su ilusión de que una puerta “siempre cerrada” bastará para protegerla. O cuando pone sus sentimientos al descubierto, aunque sólo sea por un instante, en aquella amplísima apertura melódica a toda voz de “Culto, familia, patria, il mio universo è in te” (“Religión, familia, patria, mi universo está en ti”). Es una sola frase, una simple curva melódica, pero su acento, su tono, su color son tan intensos, tan justos y auténticos, que queda cargada de una fuerza emotiva que tal vez sólo un aria entera podría contener. Frase hermana de aquélla de Il trovatore, en que un Manrico prisionero lanza estruendosamente contra Leonora: “Ma quest’infame l’amor venduto” (“Pero esta infame, el amor vendido”). Cercana también a la doliente acusación que Violetta, en La traviata, parece lanzar una y otra vez contra la platea con su “Così alla misera che un dì è cadutta… l’uomo implacabile con lei sarà” (“De esta forma el hombre será implacable con la mísera que un día cayó”).
Son éstos aquellos instantes en que Verdi entraba directamente en la sangre de sus personajes, les confería un carácter autobiográfico confiándoles peroraciones a veces hiperbólicas – no confundir con retóricas, pues son cosas muy diferentes – que reflejaban los auténticos valores morales en los que creía. Son momentos mágicos, desconocidos hasta entonces en la ópera del siglo XIX. Desconocido era, en efecto, un dolor tan conmovedor, indefenso y auténtico como el que a modo de papel tornasolado reacciona en personajes de doble faz. Tal es el caso de Rigoletto, y también el de Violetta, en quien luchan la cínica y escéptica cortesana de altos vuelos y la mujer enamorada casi infantilmente, o el de la gitana Azucena, en cuyo ánimo la feroz venganza se entremezcla constantemente con los sentimientos de madre en una pavorosa y alucinante alternativa.
Alrededor de personajes como Rigoletto, Azucena y Violetta, a los que inútilmente intentaríamos definir con un solo adjetivo debido a la complejidad de su carácter y a su riqueza psicológica, giran una serie de figuras esculpidas en bajorrelieve. Son personajes a quienes unos pocos trazos musicales los aíslan del resto, situándolos en el centro de un potente reflector. Sparafucile, Germont, Alfredo, el conde de Luna, Manrico, el duque: un variado muestrario de humanidad puebla estas tres óperas que gozan de una increíble popularidad, hasta el punto de que se las suele designar con el apelativo un tanto caprichoso de “Trilogía popular”). Las tres fueron compuestas en el breve lapso de dos años (Rigoletto data de 1851 y La traviata e Il trovatore de 1853).
En cierto sentido estas obras maestras establecen además un severo límite en la obra verdiana. ¿Hubiese podido continuar Verdi por este camino? ¿Le hubiese sido posible concebir otra balada romántica tan nocturna, tan mítica, tan fabulosamente irreal como Il trovatore? ¿Un drama burgués tan sintético y eficaz como La traviata? ¿Crear, en suma, otros personajes cuya personalidad y cuyo drama interior atrajeran por entero todo el interés de la trama, arrastrándola con la fuerza de un poderoso remolino emotivo? Empresa difícil. Continuar por la misma senda hubiese significado inevitablemente repetirse, crear una fórmula, un tipo, un muestrario de personajes y situaciones esporádicamente animados por tal o cual melodía agradable y de buena factura. Con estas tres óperas, que coronaron su actividad juvenil, durante la cual creó 18 partituras, Verdi alcanzó la cumbre de su primera madurez, el punto en el que casi todos los artistas se instalan confortablemente, estabilizando el propio éxito con obras afianzadoras, explotando cualquier combinación posible a partir de los elementos que han cimentado su fama. Así obraban en París sus contemporáneos Auber y Meyerbeer. Así procederían luego los veristas de la escuela italiana. Así había obrado sustancialmente Donizetti, y ésa seguía siendo la conducta de una pléyade de pequeños compositores que no hacían sino explotar una fórmula ajena: la donizettiana. “Si hubiese querido convertirme en mercader, nadie me habría impedido escribir una ópera al año después de La traviata, amasando con ello una fortuna tres veces mayor que la que poseo.” Verdi fue siempre un hombre de ideas clarísimas, como también siempre tuvo conciencia perfecta de la exacta posición en la que se hallaba. Decidió seguir escribiendo pero dándole la vuelta a la página.
Obras no operísticas
- Misa de réquiem (solistas, coro mixto y orquesta; 1874)
- Messa per Rossini (1869) (estrenada en Stuttgart en 1988) (compuesta con otros compositores)
- Inno delle Nazioni (Himno de las naciones; solistas, coro a cinco voces y orquesta; Arrigo Boito) (1862)
- Quattro Pezzi Sacri (primera audición el 7 de abril de 1898), una de sus obras tardías; compuesta por Ave Maria (armonizada para cuatro voces mixtas), Laudi alla Vergine Maria (solistas, hacia 1890); Te Deum (solistas y orquesta, 1898); Stabat Mater (solistas y orquesta, 1898)
- Cuarteto de cuerdas (2 violines, viola y violoncelo) en mi menor (1873)
- Te Deum para coro y orquesta
- Inno popolare (Suona la tromba) (solistas y piano, 1848) himno patriótico con letra de Giuseppe Mameli.
- Ave Maria (1880) para soprano y cuerdas
- Romanze sense parole (piano, 1865)
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