Antes de proseguir, sólo apuntar unos detalles de otros edificios de la West Central Park que olvidé aportar en la anterior entrada.
Como esta cabeza de Minerva en la decoración del edificio siguiente al Dakota en dirección norte:
O estas caras de dioses en un edifico unos metros más allá:
Y ahora seguimos con nuestro recorrido clásico por Nueva York.
Siguiendo el recorrido por el impresionante museo metropolitano neoyorquino, es un placer detenerse ante ese conocido cuadro deJacques Louis David (1748-1825), La muerte de Sócrates. Es un óleo sobre lienzo, de 129 x 196 cm, que data de 1787. Con su estoico tema, es quizás el ejemplo neoclásico más perfecto de David. El grabador y editor John Boydell escribió a Sir Joshua Reynolds diciendo que ésta era “el más grande esfuerzo del arte desde la Capilla Sixtina o las estancias de Rafael”.
Están recogidos en el cuadro los lloros de los discípulos, la congoja del esclavo de los Once que da la cicuta a Sócrates, la mano amiga de Critón en el muslo del maestro, la despedida de la esposa desde el fondo, los ojos, el rostro impasible de Sócrates, ese dedo índice de su mano izquierda, la perfecta recreación de la anatomía del esclavo que da la espalda al espectador… en fin, una auténtica delicia.
Otro cuadro que disfruté contemplando fue el Venus y Adonis de Tiziano (1477/1490-1576), un óleo sobre lienzo de 106 x 133 cm, de fecha incierta. Tiziano se inspira a menudo en las Metamorfosis de Ovidio para las pinturas que él llamaba poesie. La diosa Venus se ha enamorado de Adonis, un hermoso cazador. Prevé que la caza será fatal para él e intenta en vano retenerlo con sus perros cazadores.
El estado de sensualidad creado por la hermosa vista de Venus vista desde la parte posterior (hecho inspirado en una escultura en relieve romana) apenas distrae al espectador del trágico final de la historia. Tiziano y su estudio volvieron a la composición, variándola, en numerosas pinturas desde mediados de la década de 1540 hasta el final de su vida. Esta versión fue pintada en el final de su carrera y su alta calidad muestra que fue llevada a cabo por el propio artista.
Representa un momento de un famoso episodio mitológico narrado por Ovidio en el Libro X de las Metamorfosis: Adonis, nacido de la corteza de Mirra, que había sido transformado en arbusto, se había convertido en un joven de rara belleza y apasionado por la caza. Por error, Amor había herido a Venus con una flecha y la diosa se había enamorado del muchacho. Para Adonis, sin embargo, la pasión por la caza era más fuerte y a pesar de sus abrazos, caricias y advertencias, marchó a una cacería del jabalí que tuvo un final fatal. El animal, enfurecido al verse atacado, le dio una dentellada que le produjo una herida mortal en la ingle. Acudió la diosa, pero demasiado tarde: no pudo sino realizar una de las frecuentes metamorfosis botánicas de la mitología, y transformó la sangre del amado en las rojas flores de la anémona.
En el árbol de la izquierda se pueden ver una aljaba y unas flechas y, al lado, un amorcillo sostiene en sus manos una paloma, animal consagrado a Venus. El rostro de Adonis tiene rasgos femeninos. La blanca espalda desnuda de la diosa atrae gran parte de la atención del espectador.
Otro clásico, en dos sentidos, es Marte y Venus unidos por Amor de Paolo Veronese, un óleo sobre lienzo de 205 x 161 cm, datado en 1570.
Cupido une a Marte (dios de la guerra) con Venus con un nudo de amor. Visualmente opulenta y sensual, la imagen también funciona como una alegoría y celebra los civilizadores y nutritivos efectos del amor (la leche fluye del pecho de Venus y el caballo de Marte está frenado). En 1621 perteneció al emperador Rodolfo II, en Praga, junto con otras tres obras mitológicas del artista (dos de ellas se encuentran en la Colección Frick de Nueva York), pero su propietario original se desconoce. Estas son algunas de las mejores obras de Veronese, realizadas en la plenitud del artista.
Veronese fue uno de los más grandes maestros de la luz y el color, y su trabajo tuvo un impacto duradero en los artistas posteriores, incluyendo a Velázquez y Giambattista Tiepolo.
Afrodita tenía un marido, Hefesto, pero prefería al agraciado Ares antes que al jorobado, cojo y feo Hefesto y, cuando su marido marchaba a trabajar a la fragua, donde fabricaba armas y joyas, su mujer yacía con Ares, hasta que el dios Sol, Apolo, se lo contó (como nos narra la pintura de Velázquez La fragua de Vulcano), y Hefesto urdió una artimaña para sorprender a los amantes.
Nos lo cuenta Homero (Odisea VIII, 295 -327) en la traducción de Luis Segalà
Así se expresó; y a ella parecióle grato acostarse. Metiéronse ambos en la cama, y se extendieron a su alrededor los lazos artificiosos del prudente Hefesto, de tal suerte que aquéllos no podían mover ni levantar ninguno de sus miembros; y entonces comprendieron que no había medio de escapar. No tardó en presentárseles el ínclito Cojo de ambos pies, que se volvió antes de llegar a la tierra de Lemnos, porque Helios estaba en acecho y fue a avisarle. Encaminóse a su casa con el corazón triste, detúvose en el umbral y, poseído de feroz cólera, gritó de un modo tan horrible que le oyeron todos los dioses:
“¡Padre Zeus, bienaventurados y sempiternos dioses! Venid a presenciar estas cosas ridículas e intolerables: Afrodita, hija de Zeus, me infama de continuo, a mi, que soy cojo, queriendo al pernicioso Ares porque es gallardo y tiene los pies sanos, mientras que yo nací débil; mas de ello nadie tiene la culpa sino mis padres, que no debieron haberme engendrado. Veréis cómo se han acostado, en mi lecho y duermen, amorosamente unidos, y yo me angustio al contemplarlo. Mas no espero que les dure el yacer de este modo, ni siquiera breves instantes, aunque mucho se amen: pronto querrán entrambos no dormir, pero los engañosos lazos los sujetarán hasta que el padre me restituya íntegra la dote que le entregué por su hija desvergonzada. Que ésta es hermosa, pero no sabe contenerse.”
Así dijo; y los dioses se juntaron en la morada de pavimento de bronce. Compareció Poseidón, que ciñe la tierra; presentóse también el benéfico Hermes; llegó asimismo el soberano Apolo, que hiere de lejos. Las diosas quedáronse, por pudor, cada una en su casa. Detuviéronse los dioses, dadores de los bienes, en el umbral; y una risa inextinguible se alzó entre los bienaventurados númenes al ver el artificio del ingenioso Hefesto.
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