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Archive for 29 de octubre de 2017

Y concluímos nuestra serie sobre la paciencia de Sócrates con la segunda parte de la selección del capítulo XV y último del excelente libro Vida de Sócrates, de Antonio Tovar.

Mas la sencillez de Sócrates es tan grande que no tenía ni siquiera esa peligrosa afectación de fingir falta de afectación. Carecía de énfasis hasta para subrayar que no lo conocía. Y el secreto de que el precisamente hiciera despertar en el mundo las ganas de escribir los primeros diálogos, estaba en la falta de énfasis, que le impedía hacer discursos, y le impelía a dialogar llanamente y en ese tono irónico y lleno de delicados matices. La falta de énfasis proviene de que Sócrates no gustaba de escucharse a sí mismo. No quería en ningún momento quedarse solo, individualizarse, dejar de ser vulgar. No quería sobresalir demasiado, sino obedecer y callar. Hay en Sócrates como un vértigo de sentirse único, aislado, saliente. Tan pronto como se da cuenta de ello, corre a ocultarse entre los demás, a desaparecer, a desindividualizarse.

Sócrates obro toda su vida sabiendo muy bien las limitaciones del individuo, que no puede ser cortado del ambiente en que ha nacido, y tiene raíces que delicadamente penetran en ese ambiente, dando en vitalidad y fuerza a cada persona lo que le restan de libertad de movimientos.

 

 

Quizá su muerte Sócrates la afrontó con mayor serenidad porque tendría escrúpulos de haber sembrado gérmenes de personalidad e independencia, de haber dado ocasión a los carneros de que se creyeran otra cosa que carneros. Para un temperamento como el suyo estos escrúpulos podían dejarle tranquilo sobre la cuestión de si era justa la pena que se le imponía. Estos podían explicarle la implacable necesidad moral con que la condena terminaba su vida. Como siempre que se trata de Sócrates, hay aquí una gran paradoja. En toda la historia de Grecia no hay una personalidad mayor, ganada precisamente a fuerza de querer borrarla en la comunidad. Quien divide la filosofía en presocrática y postsocratica no es apenas filósofo sino en la radical exigencia de certeza; pero se diferencia de una y otra filosofía mucho más que ellas dos entre sí.

Antonio Tovar

Sócrates fue una especie de santo alegre, con una jovialidad de pagano antiguo, que no se fundaba en ninguna gran seguridad. Se daba muy bien cuenta de que no cabía transformar en sistemático su pensamiento, ni convertir en rígida su alada paradoja, pues ello envolvía los mayores peligros para el complejo maternal a que se sentía vinculado. Su sonrisa interrogativa era como una permanente vigilancia contra todo intento de aprisionador sistema. En vísperas de la crisis definitiva, era esta sonrisa la que guardaba la vieja salud espiritual, de la que gozaba sin exceso.

En Sócrates había una sencilla convivencia con sus paisanos, y no sentimos ningún abismo que le separe de sus contemporáneos. Sócrates, ciudadano; Sócrates, amigo; Sócrates, conversador; Sócrates, preguntón, Sócrates, callejero y sencillo, es lo contrario de lo que van a ser ya después de él los filósofos.

Cuando Sócrates repetía que él no sabía nada, no hacía sino ponerse en guardia contra este fatal peligro de la esterilización en la seguridad, en la falsa satisfacción de la propia fuerza racional.

 

La mort de Socrate (1650), óleο sobre lienzo de 122 x 155 cm, de Charles Alphonse du Fresnoy. Galleria degli Uffizi

El referirnos a todos los errores y descarríos de la filosofía posterior, a todos los fanáticos secuaces de un credo filosófico cerrado, nos advierte de lo que Sócrates quiso en su fidelidad y su seguridad humilde evitar a la posteridad.

Sócrates vino al mundo para probar como la razón puede sentir su límite y velar por los misterios de la creación y la fecundidad. Así supo heroicamente aceptar la propia aniquilación.

En épocas como la nuestra, en que también toda piedad y derecho son conculcados, nos damos bien cuenta de que Sócrates esta todavía maravillosamente en contacto con las fuentes mismas de la elevación de los humanos desde la barbarie hasta las alturas de la moral. Desde el fondo vemos muy bien la altura de Sócrates, que siente como viva e innata la moral, que cree que la moral se funda en un sentimiento inmediato y evidente, arraigado en nosotros no de otra manera que el sentido del idioma.

 

 

Cuando el sentido moral innato se pierde, los filósofos griegos se complacen en los mayores horrores. A Diógenes le da igual que su cadáver sea devorado por las aves, y Teodoro el ateo dice que lo mismo es pudrirse encima que debajo de la tierra. Todo el sentimiento que había des encadenado la tragedia de Antígona es contradicho violentamente.

Cuando el escepticismo se formula, se llega a el también en la ética. Entonces Pirrón invoca a la costumbre como norma de obrar; pero la costumbre para él no tiene como para Sócrates sanción ninguna tradicional, ni ningún halo respetable la rodea. Como nada es verdad ni mentira, también lo bueno por naturaleza es incognoscible. No queda como guía nada seguro. La costumbre varía en cada lugar y momento. El hombre no tiene en la justicia ningún apoyo. Las embriagueces del poder o del ascetismo se desencadenan. Es entonces cuando la muerte de Sócrates toma un sentido subversivo de anulación de los viejos valores. Sócrates el ajusticiado preside para siempre la cofradía de los filósofos, definitivamente encerrados ya en la solución de problemas morales, en la organización de normas de conducta, alejados de una religión popular que se prestaba en sus mitos y cultos a severas críticas desde el punto de vista moral. El continuo examen racional de la conducta humana trivializa la vida. Diógenes el cínico ensalza la vacilación como norma, y la crítica de la religión tradicional, como de los nuevos cultos, se refugia precisamente en ciertas escuelas filosóficas.

Todas las corrientes espirituales hasta la extinción de la antigüedad acuden a Sócrates. Si son especulativas y científicas, buscando desinterés y pureza. Si éticas, porque Sócrates fue el único filósofo para quien el sentido moral era cosa clara y heredada y el más digno objeto de reflexión. La victoria de Sócrates fue, pues, completa. Durante mil años la filosofía antigua giro sobre él. Y sin agotarle. Ahora, cuando vivimos una crisis tan profunda, pretendemos haber logrado en este libro una nueva claridad al examinar a Sócrates con el sentido histórico de nuestro siglo. La fragilidad del destino del saber humano, la fatalidad histórica y la libertad genial, las profundas raíces del individuo humano más racional y exento —todo esto quisiéramos que resultara más claro después de leídas estas páginas.

Y hasta aquí nuestra serie sobre la paciencia de Sócrates que nos ha servido para ofrecer fuentes clásicas sobre el filósofo ateniense y conocer un poco su influyente pensamiento y figura.

 

Un libro de emblemas muestra una ilustración de Jantipa vaciando un orinal sobre Sócrates, de Emblemata Horatiana ilustrado por Otho Vaenius, 1607.

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