Seguimos con la presencia de Frine, y todo lo que ella comporta, en la literatura.
Vicente Blasco Ibáñez, en su obra El papa del mar, dedica una breve referencia a Frine.
En esta singular novela impregnada de resonancias de tiempos y tierras lejanos, un Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928) más risueño e irónico entrevera con maestría la peculiar relación sentimental jalonada de marchas y contramarchas, así como de ambigüedad, entre Claudio Borja, un joven poeta valenciano, y Rosaura Salcedo, una rica dama argentina, con las vicisitudes que dieron lugar en el siglo XIV al denominado Cisma de Aviñón y llevaron al papado, con el nombre de Benedicto XIII, a «aquel don Pedro de Luna, la voluntad más tenaz de su época y tal vez de todos los tiempos». Serenado por los años, y trasponiéndose al propio Borja -especie de Scheherezade moderno-, en El Papa del mar (1925) un Blasco con pleno dominio del ritmo y de la técnica narrativa trasciende realidades e ideas y se entrega gozoso al puro placer de narrar.
La breve referencia se halla en la primera parte de la obra (la ciudad de las tres llaves) y en el capítulo IV (El castillo de los papas):
Borja recordó a la reina Juana de Nápoles. Aquí, sin duda, había comparecido ante Clemente VI, majestuoso como un emperador, para defenderse de sus acusadores. En el fondo, entre las dos ventanas, debió de elevarse el trono del Pontífice; más abajo estaban los cardenales, que habían dejado en el gran patio las mulas adornadas de plata y oro, los pajes y hombres de armas de sus séquitos principescos. Sillones góticos de alto respaldo, cuyo roble estaba calado a buril lo mismo que las agujas de una catedral y con mullidas almohadas de damasco, se alineaban a lo largo de los muros para asiento de los purpúreos senadores de la Iglesia y para los jurisconsultos vestidos de negro que aconsejaban al Padre Santo en sus dudas canónicas.
El resto del salón lo ocupaban los personajes secundarios de la Corte pontificia y las damas aviñonesas sobrinas de cardenales o emparentadas con el Papa, ansiosas de contemplar a esta mujer que había preocupado a toda la Cristiandad por su elegancia, sus amoríos o sus aventuras políticas. Y en el espacio libre ante la sede papal, la reina destronada de Nápoles, la hermosa Juana, vehemente en sus palabras, pronta a un llanto que parecía aumentar su hermosura, vestida con refinada discreción para comparecer ante esta asamblea eclesiástica, esparciendo al mover sus brazos una atmósfera de perfumes traídos por las caravanas de ultramar, de carne amorosa, de pecado inconsciente.
Los venerables jueces y el gran señor con tiara olvidaban al diablo que parecía marchar, invisible, detrás de la cola de su manto real. Sólo veían una pobre mujer, víctima de su belleza y su nacimiento, una pecadora calumniada más allá de sus faltas y merecedora de perdón. Era Friné compareciendo por segunda vez ante un areópago de hombres maduros y enseñoreándose de ellos con el influjo de su hermosura; una Friné elocuente que se valía de la palabra y mantenía oculta su desnudez bajo el misterio tentador de ricas vestimentas.
Antes, en el capítulo III (La gran cautividad de Babilonia), Blasco Ibáñez nos ha contado algo importante para comprender la comparecencia de Juana de Nápoles ante Clemente VI:
Pocas veces se vieron tan ricos los papas. Algunos de ellos, hábiles administradores, habían organizado los ingresos de la Iglesia, obligando a clérigos y obispos a enviar puntualmente su tributo. Aviñón pertenecía ya a los papas. Al principio fue propiedad de la famosa reina Juana de Nápoles, la mujer más elegante, más graciosa en palabras y ademanes, y de costumbres más disolutas que se encuentran en la historia de aquellos siglos. Cambió varias veces de esposo. Casada con Andrés de Hungría, fue asesinado éste por un amante de ella. Luis, rey de Hungría, marchó contra Juana para vengar la muerte de su hermano, y al mismo tiempo con el propósito de hacerse dueño de Nápoles. Juana, que era también condesa de Provenza, huyó de esta tierra. como si buscase el amparo espiritual de los papas, instalados en su ciudad de Aviñón. En vista de que el rey húngaro pedía su castigo a Clemente VI, compareció Juana ante el Pontífice rodeado de toda su Corte.
—Yo me he imaginado muchas veces la escena —dijo Borja—. Esta mujer seductora por su hermosura, por su lujo y hasta por sus pecados y aventuras, presentándose ante un Padre Santo artista y ante sus cardenales, muchos de ellos ordenados de diácono solamente, y que llevaban una vida de príncipes… Pero esto lo verá usted mejor cuando estemos en el gran Salón de Audiencia. La reina Juana, instruida y de fácil palabra, se enseñoreó al momento de la asamblea. Igual habría convencido de su inocencia a una reunión de verdaderos ascetas, aunque fuese autora de crímenes mayores. Los napolitanos, irritados por las demasías del invasor, pidieron a Juana que reconquistase su trono, y como necesitaba dinero para reclutar soldados mercenarios y alquilar galeras en Marsella, vendió Aviñón a los papas en ochenta mil florines, suma que equivaldría hoy a unos cuatro millones de francos…, pero en oro. Pintores italianos y franceses cubrían de frescos los muros de las salas pontificias. Talleres de orfebres cincelaban sin descanso objetos de culto, recamados de piedras preciosas, u objetos de uso personal para los papas. Los muros de piedra desaparecían bajo vistosos tapices. El sacro tesoro de Roma —urnas preciosas conteniendo reliquias, ropas de altar, imágenes áureas— había sido traído a Aviñón, por creerlo aquí más seguro. Dentro de la fortaleza crecía un jardín con fuentes de mármol, paseos cubiertos y fingidas perspectivas para agrandar su tamaño. La curiosidad de estos pontífices meridionales había reunido en jaulas todas las bestias raras que se conocían entonces: leones, tigres, dromedarios, avestruces, osos.
El generoso Clemente VI adquiría con tal abundancia las ropas primorosamente bordadas, los tapices, los muebles, que muchos de tales encargos, después de ser admirados en el momento de su llegada, quedaban recluidos por falta de sitio en los desvanes del palacio. Los papas sucesivos mantuvieron su lujo con las magnificencias que había olvidado el Pontífice gran señor.
Benito Jerónimo Feijoo, en el Discurso Sexto, Tomo Segundo, de su Teatro crítico universal, habla sobre Las Modas. En el apartado VI incluye una Declamación contra las modas escandalosas de las mujeres.
En carta de Teófilo a Paulina, es en los párrafos 18 y 19 donde, más concretamente, se habla del famoso episodio de Frine en el Areópago.
17. ¡Oh, no te dejes sorprender de tan trivial cautela! Los penitentes, los mortificados apartan los ojos de esos objetos, conociendo el riesgo; ¿y los que no hacen la menor diligencia por quebrantar la fuerza de las pasiones, ignoran el peligro? Sería esto lo mismo que suponer corruptibles los cuerpos celestes, e incorruptibles los sublunares. ¿Por qué tantos celosos Misioneros declaman fevorosamente contra ese abuso en el Púlpito, sino porque palpan sus funestas consecuencias en el Confesionario? Mas si todo esto, Paulina, no te hace fuerza, óyeme el suceso que voy a referirte.
18. Cometió Frine, Dama hermosísima de Atenas, que floreció cerca de los tiempos del grande Alejandro, un delito que merecía pena capital; y siendo acusada ante los Jueces del Areópago, compareció a ser juzgada en aquel severo Tribunal. Hizo oficio de Abogado suyo Hipérides, Orador famoso de aquella edad, el cual jugó con exquisito primor todas las piezas de la Retórica, para lograr la absolución de Frine.
Mas como el hecho fuese constante, y el delito gravísimo (algunos capitulan de impiedad), todos los Jueces permanecieron inexorables, mostrando el ceño del rostro la severidad del dictamen. Advertido esto por Hipérides, que era no menos sagaz que facundo, cuando ya veía inútil toda su elocuencia, apeló a otra elocuencia más eficaz. Acercóse intrépido a la bella acusada, y rasgando prontamente la parte anterior de su vestido desde el cuello a la cintura, puso patentes aquellos escándalos de nieve a los ojos de todo el concurso. No como si vieran la cabeza de Medusa, se convirtieron aquellos Senadores de hombres en estatuas; antes de la rigidez de estatuas pasaron a la sensibilidad de hombres. Viéronse al punto mudados sus semblantes, porque se mudaron sus ánimos; y los ojos, en cuya aireada majestad se veía poco antes escrita con anticipación la sentencia de muerte, o ya lascivos, o ya piadosos, dieron a leer la absolución. En fin, llegado a prestar los sufragios, todos los votos salieron a favor de Frine. Aunque tan delincuente como había entrado, salió absuelta como inocente; y los Jueces, que habían entrado inocentes, todos salieron culpados.
19. Mira, Paulina, en este suceso la perniciosa influencia de esa desnudez, que ostentas como gala. Y para que la comprendas mejor, has de saber, que fue el Areópago estimado por el Tribunal más incorrupto que tuvo la antigüedad: que se jactaba de haber terminado las diferencias de sus propios Dioses: que la seriedad de aquellos Jueces llegaba al extremo de tratar como reo a cualquiera que se reía en su presencia: que su gravedad subía al punto de una desabrida melancolía; y así en Grecia era modo de decir antonomástico, para ponderar a un hombre muy melancólico: Es más triste que un Aeropagita; y en fin, que se componía aquel Tribunal de gran número de Senadores. El Autor, que menos cuenta, señala treinta y uno. Pues ves, todos estos varones tristes, severos, venerables, a todos, sin dejar uno solo, corrompió aquella lasciva desenvoltura. Vé ahora, y cree a esos jóvenes, que te dicen que no los excita dentro del alma el menor tumulto el mismo objeto. Créeles que la fuerza que rompe los bronces, deja intactos los vidrios. Créeles que el fuego que derrite los mármoles, no quema las aristas.
20. ¡Oh Paulina, no incurra ya más en el delito de incendiaria pública tu belleza! Vendrá tiempo, en que de fuego no te quede mas que la ceniza, y el dolor del daño que ha causado. Corrige la mal fundada vanidad, que te da un resplandor tan fugitivo. Como humo se ha de tratar, y no como llama, una llama que tan presto se desvanece en el humo. No pasa por tí un momento, que no te robe alguna porción del atractivo. Adelántate con la consideración a aquel término, adonde aún no llegó tu edad. Las hermosas que viven mucho, padecen dos muertes, una en que expira la vida, otra en que muere la belleza; y no sé cual de las dos es más dolorosa. ¡Oh qué carga tan pesada es para una mujer anciana llevar siempre sobre sus hombros el cadáver de su propia hermosura! Esto es con propiedad en aquel tiempo su rostro. En él contemplan que llevan um motivo para ser vilipendiadas, como un tiempo lo fue para ser atendidas. Lo mismo es en su aprensión parecer en público, que ponerse a la vergüenza; y aquella triste comparación de lo que va de ayer a hoy, es una espina, que tienen siempre atravesada en el alma.
21. Esto sucede a las que emplearon sus floridos años en captar las adoraciones de los hombres. No así las que desde entonces pensaron sólo en agradar a Dios. Estas saben que no las abandona en la vejez aquel cuyo amor se conciliaron en la juventud. Miran con indiferencia los desvíos del mundo, porque no se sienten los desprecios de quien se desprecian los aplausos.
22. Trata, pues, Paulina de enamorar a aquel galán, que no te ha de volver las espaldas al verte con arrugas: a aquel que para quererte te ha de mirar el corazón, y no a la cara: a aquel que te dió esa misma hermosura, conque triunfas, y te puede dar otra mucho mayor, y más durable: a aquel que no sólo excede a todos en lealtad, y constancia, mas también en hermosura. Y con esto a Dios, que te guarde
Ciertamente acertado el resumen que hace Feijoo del juicio a Frine. Nos pinta a un Hiperides facundo, pero sagaz, que sabe, perdida toda esperanza de absolución basada en la retórica, recurrir a un golpe de efecto mostrando a los severos areopagitas los «escándalos de nieve» de Frine. Recurriendo al mito de Medusa, nos dice que la desnudez de Frine provocó en ellos el efecto contario al que producía Medusa, pues de estatuas se convirtieron en hombres. Recomendamos a nuestros lectores que lean completa la carta de Teófilo a Paulina, para que vean contextualizada la cita del juicio a Frine.
En próximos capítulos seguiremos con Frine en la literatura.
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