Para finalizar nuestra serie sobre la resurrección de Jesús, y aunque estamos ya muy lejos de la Pascua, acabamos con el apartado del libro de Küng ¿Creer en la resurrección de Jesucristo, que significa hoy en día?
Lo único seguro es lo siguiente: los discípulos, que esperaban para dentro de poco el reino de Dios, vieron, de momento, cumplidas sus esperanzas: cumplidas con la resurrección de Jesús a una nueva vida. Esa resurrección fue considerada como el comienzo de la salvación final. También este concepto era, por lo menos en aquel entonces, de auténtica raigambre judía: no sólo los judíos que seguían a Jesús, sino muchos judíos esperaban entonces la resurrección de los muertos, una vez que, según hemos visto, la fe en la resurrección general de los muertos, o por lo menos de los justos, había aparecido por primera vez en el libro de Daniel y en la literatura apocalíptica. Por otra parte: lo que muchos judíos esperaban en un futuro para todos los hombres, para la joven comunidad cristiana ya había sucedido anticipadamente, a causa de sus experiencias pascuales, en la persona de Uno solo: la resurrección de Jesús fue el comienzo de la resurrección general de los muertos, el inicio del fin de los tiempos, con un último plazo de gracia hasta la aparición del Esperado “Hijo del hombre” (según Daniel 7, 13). Esto tenía una base sólida en la fe judía de aquella época…
Pues ¿dónde está ahora el Resucitado? Ya hemos oído la respuesta a esta pregunta, que en aquel entonces era de una urgencia extraordinaria: los primeros cristianos la hallaron sobre todo en el pasaje de un salmo que ha penetrado en el Credo: “Está sentado a la derecha del Padre”, Y en efecto: no hay frase de la Biblia hebrea que se cite, literalmente o con variaciones, tantas veces en el Nuevo Testamento como el versículo 1 del salmo 110: “Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha”. Esto no implica una comunidad de esencia, pero sí, lo más que podía decir un judío en tanto que monoteísta, una “comunidad de trono” del Jesús resucitado con Dios, su Padre, en el trono de la gloria, en el trono del mismo Dios. Y la imagen del trono tomada del mundo de la realiza, ha de ser entendida como símbolo de dominación, de manera que el reino de Dios y el reino del Mesías se vuelven prácticamente idénticos. “Jesús es el Señor” (en hebreo, el maran, en griego el Κύριος): ésta es la más antigua profesión de fe – dirigida contra todos los otros señores de este mundo – de la comunidad cristiana
Como hemos visto, el mensaje de la resurrección del Crucificado no ha sido trasmitido sin imágenes ni adornos legendarios, propios de su época, no ha sido trasmitido sin amplificaciones y configuraciones condicionadas por la situación. Y, sin embargo, lo que ese mensaje contiene es, en el fondo, sencillo, es algo que, a través de todas las discrepancias, o incluso contradicciones, de la tradición, aparece de modo inequívoco, desde un principio, en todos los testigos: El Crucificado vive y reina para siempre en Dios, una exigencia y una esperanza para nosotros. Los cristianos de las comunidades del Nuevo Testamento están sostenidos, es más fascinados y entusiasmados por la seguridad de que Aquel a quien se había dado muerte no había permanecido en la muerte sino que vivía, y de que quien le siguiera y le fuese fiel también viviría. La muerte no es la última palabra de Dios relativa al hombre. La vida nueva y eterna de Jesús es desafío y esperanza real para todos.
Con ello podemos concluir: ya desde le principio no fue un hecho histórico comprobado sino siempre una convicción basada en la fe la afirmación de que con la muerte de Jesús no había acabado todo, y de que Jesús no había permanecido en la muerte sino entrado en la vida eterna de Dios. Pero esa fe no le pide hoy en día a nadie que crea en una intervención “sobre-natural” de un Dios que interviene, contraria a las leyes de la naturaleza. Esa fe descansa en la convicción de una muerte “natural” y de una acogida en la verdadera, auténtica divina realidad: entendida como el estado final del hombre, libre de todo sufrimiento. Del mismo modo que la exclamación de Jesús al morir: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” ya ha tomado un giro positivo en el evangelio de Lucas con la cita del salmo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Sal 31, 6; Lc 23, 46), y después en Juan: “Todo está consumando” (19, 30).
Lo que significa y lo que no significa “resurrección”
Ya ha quedado claro: aquellos testimonios más antiguos del Nuevo Testamente, que son pocos, no entienden la resurrección de Jesús como una vuelta a la vida terrenal, o sea, que no la entienden analógicamente a las revivificaciones que tienen lugar en el antiguo Testamento por obra de los profetas. No, si se tiene en cuenta el trasfondo judío de las expectativas apocalípticas, se trataba de la exaltación del ajusticiado y enterrado Nazareno por Dios y a Dios, a un Dios, a quien él mismo llamó Abba, Padre.
¿Qué significa entonces “resurrección”? Ahora puedo dar una respuesta abreviada a esa pregunta:
– Resurrección NO significa regreso a esta vida espacial y temporal: la muerte no es anulada (no es la revivificación de un cadáver) sino definitivamente superada: es la entrada en una vida totalmente distinta, imperecedera, eterna, “celestial”. La resurrección no es un “hecho público”.
– Resurrección NO significa continuación de esta vida espaciotemporal: ya la expresión “después de” la muerte induce a error: la eternidad no está determinada por un “antes” ni por un “después” en el tiempo. Lo que quiere decir es, por el contrario, una vida nueva, que rompe las dimensiones de espacio y tiempo, en el invisible, inconcebible reino de Dios, llamado simbólicamente “cielo”.
– Resurrección significa positivamente: Jesús no entró en la nada a morir, sino que, en la muerte y desde la muerte, entró al morir en esa última y primera realidad inabarcable y abarcadora, fue acogido por la realidad más real, a la que damos el nombre de Dios. Cuando el hombre alcanza su ἔσχατον, lo último de toda su vida, ¿qué le espera allí? No le espera la nada, sino ese todo que es Dios. El creyente sabe desde entonces que la muerte es tránsito a Dios, es entrada en el recogimiento de Dios, en ese ámbito que supera a toda imaginación, que jamás fue contemplado por el ojo humano, que escapa por tanto a nuestros sentidos, a nuestra inteligencia, reflexión y fantasía. Si alguna vez la palabra mysterium, de la que tanto abusa la teología, tiene un empleo adecuado, por tratarse del dominio absolutamente primigenio de Dios, es en la resurrección a la nueva vida.
Dicho de otro modo: sólo la fe de los discípulos es -al igual que la muerte de Jesús- un hecho histórico (que se puede estudiar mediante criterios históricos); la resurrección, por obra de Dios, a la vida eterna no es un hecho histórico, concreto e imaginable, menos aún biológico, y sin embargo se trata de un suceso real en la esfera de Dios. ¿Qué quiere decir esto? La mirada al cuadro de la resurrección de Grünewald es una advertencia: el Resucitado no es un ser diferente, puramente celestial, sino que sigue siendo, todavía cuerpo pero al mismo tiempo espíritu, aquel hombre, Jesús de Nazaret, que fue crucificado. Y ese hombre no se convierte, por la resurrección, en un fluido impreciso, fundido con dios y el universo, sino que, estando en la vida de Dios, continúa siendo ese él, determinado e inconfundible, que ya fuera: aunque, por otra parte, sin la limitación espacio-temporal de la forma terrenal. Por eso en Grünewald el rostro se va transformando en pura luz. Según los testimonios de la Escritura, la muerte y la resurrección no borran la identidad de la persona, sino que la conservan en una forma irrepresentable, transfigurada, en una dimensión totalmente distinta.
¿Qué resulta de todo ello? Nosotros, hombres de hoy, formados en las ciencias de la naturaleza, necesitamos que se nos hable un lenguaje claro: para que se conserve la identidad personal, Dios no necesita los restos mortales de la existencia terrena de Jesús. Se trata de una resurrección a una forma de existencia completamente distinta. Quizá pueda compararse ésta con la de la mariposa que levanta las alas y deja atrás lo que fue el capullo de la oruga. Así como el mismo ser vivo abandona la antigua forma de existencia (oruga) y toma una forma inconcebiblemente nueva, totalmente liberada, ligera y aérea (mariposa), así podemos imaginarnos nuestro propio proceso de transformación por obra de Dios. Es una imagen. No tenemos por qué vincular la resurrección a ningún hecho fisiológico.
¿Pero a qué queda vinculada la resurrección? Ni al substrato, que cambia desde un principio constantemente, ni a los elementos de ese cuerpo determinado, pero sí a la identidad de esa persona inconfundible. La corporeidad de la resurrección no exige –ni entonces ni ahora- que el cuerpo muerto vuelva a la vida. Pues Dios resucita a una forma nueva, ya no concebible, como dice paradójicamente Pablo, como σῶμα πνευματικόν, como “cuerpo neumático”, como “corporeidad espiritual”. Con esa expresión, realmente paradójica, Pablo quería decir las dos cosas a la vez_ continuidad, pues “corporeidad” quiere decir identidad de la misma persona que existió hasta ahora y que no se deshace sin más, como si la historia vivida y sufrida hasta ahora hubiese perdido toda relevancia. Y también discontinuidad: pues “espiritualidad” no quiere decir que el antiguo cuerpo continúe existiendo o vuelva a la vida, sino que hay una nueva dimensión, la dimensión “infinito”, que se impone al transformar después de la muerte todo lo finito.