Luis de Góngora y Argote (1561-1627), retrato de Diego de Velázquez
Analizábamos, con ayuda de María José Franco Durán, en el anterior capítulo de esta serie dos romances burlescos sobre el mito de Hero y Leandro, de Luis de Góngora: Aunque entiendo poco griego y Arrojóse el mancebito.
Es momento de ofrecer el primero de ellos.
En él hay una alusión al poema de Museo (aunque entiendo poco griego, en mis greguescos he hallado ciertos versos de Museo ni muy duros ni muy blandos) y también un recuerdo, no muy benevolente, a Boscán (cualquier lector que quisiere entrarse en el carro largo de las obras de Boscán se podrá ir con él de espacio, que yo a pie quiero ver más un toro suelto en el campo, que en Boscán un verso suelto, aunque sea en un andamio); además bastantes citas de personajes mitológicos como Narciso, Orfeo, Anfión, Cupido y Venus.
El tono de mofa y burla está presente en todo el romance; citemos, a modo de ejemplo, la descripción de los padres de Hero:
tuvo por padre a un hidalgo,
alcaide que era de Sesto,
mal vestido y bien barbado;
su madre, una buena griega,
con más partos y postpartos
que una vaca…
Aquí lo tenemos:
FÁBULA DE HERO Y LEANDRO (1610)
Aunque entiendo poco griego,
en mis greguescos he hallado
ciertos versos de Museo
ni muy duros ni muy blandos.
De dos amantes la historia
contienen, tan pobres ambos,
que ella, para una linterna,
y él no tuvo para un barco.
Dice, pues, que doña Hero
tuvo por padre a un hidalgo,
alcaide que era de Sesto,
mal vestido y bien barbado;
su madre, una buena griega,
con más partos y postpartos
que una vaca, y el castillo,
una casa de descalzos
cernícalos de uñas negras
en las almenas crïados:
muchos dones a un candil
y témporas todo el año.
También dice este poeta
que era hijo, don Leandro,
de un escudero de Abido,
pobrísimo, pero honrado;
grandes hombres, padre y hijo,
de regalarse, el verano,
con gigotes de pepino,
y, los hibiernos, de nabo,
la política del diente
cometían luego a un palo,
vara, y no de vagabundos,
pues no los ha desterrado.
Era, pues, el mancebito
un Narciso iluminado,
virote de Amor, no pobre
de plumas y de penachos;
de su barrio y del ajeno
diligentísimo braco,
grande orinador de esquinas,
pero ventor por el cabo;
citarista, aunque nocturno,
y Orfeo tan desgraciado,
que nunca enfrenó las aguas
que convocó el dulce canto,
puesto que ya, de Anfión
imitando algunos pasos,
llamó a sí muchas más piedras
que tuvo el muro tebano.
Este, pues, galán, un día,
no sé si a pie o a caballo,
salió (Dios en hora buena)
no muy bien acompañado.
Cualquier lector que quisiere
entrarse en el carro largo
de las obras de Boscán
se podrá ir con él de espacio,
que yo a pie quiero ver más
un toro suelto en el campo,
que en Boscán un verso suelto,
aunque sea en un andamio.
Y así, no sé dónde fueron
ni cómo se convocaron
los devotos convecinos
de templo tan visitado;
sé al menos que concurrieron
cuantos baña comarcanos
el sepulcro de la que iba
a las ancas de su hermano.
Esto sólo de Museo
entendí; y abrevïando,
a la vela o romería
llegó en un rocín muy flaco
el noble alcaide de Sesto,
y la alcaidesa, en un asno
(con perdón de los cofrades),
doña Hero, en un cuartago,
gallarda de capotillo
y de sombrero bordado,
que le prestó para ello
la mujer de un veinticuatro.
Los demás caballeritos
en la torre se quedaron,
cuál sin pluma y cuál con ella,
y todos de hambre pïando.
Alborotó la aula Hero,
que el muro del velo blanco
tenía dos saeteras
para los ojos rasgados,
a quien se calaron luego
dos o tres torzuelos bravos
como a búho tal; y, entre ellos,
el abideno bizarro
pïóla cual gorrión,
cacareóla cual gallo,
arrullóla cual palomo,
hízola ruedas cual pavo.
Ella, del guante al descuido
desenvainando una mano,
lo aseguró y le dio un bello
cristalino cintarazo.
Quedó aturdido el mozuelo,
y, medio desatinado,
almíbar dejó, de amor,
caérsele por los labios:
poco fue lo que le dijo,
mas tan dulce, aunque tan bajo,
que, hecho sacristán, Cupido
le corrió el velo al retablo.
Dejó caer el rebozo,
y descubrió un «sepan, cuantos
esta buena cara vieren,
que han de morir anegados».
Crepúsculo era, el cabello,
del día, entre obscuro y claro,
rayos de una blanca frente,
si hay marfil con negros rayos;
de ébano quiere el Amor
que las cejas sean dos arcos,
y no de ébano bruñido,
sino recién aserrado;
los ojazos negros dicen:
«Aunque negros, gente samo,
condes, somos, de Buendía,
si no somos condes Claros».
Los títulos me perdonen,
y el dibujo prosigamos,
que si no los tuvo Grecia,
los pidió a España prestados:
la nariz, algo aguileña,
que lo corvo, vinculado
lo dejó Ciro a los griegos,
como alfanje, en mayorazgo;
de rosas y de jazmines
mezcló el cielo un encarnado
que, por darlo a sus mejillas,
se lo hurtó a la alba aquel año;
en dos labios dividido,
se ríe un clavel rosado,
guardajoyas de unas perlas
que invidia el mar Indïano;
lo torneado del cuello
y del pecho el alabastro
tentaciones son, Señor,
sed libera nos a malo;
entre lo que no se ve
y lo que brujuleamos
metió, una basquiña verde,
el bastón terciopelado.
Estas eran las bellezas
de aquel ídolo de mármol
que a razones y a pellizcos
tenía ya, el mozuelo, blando.
Favoreciólos la noche
prestándoles tiempo, y tanto,
que se contaron sus vidas
y sus muertes concertaron.
Tate; (c) Tate; Supplied by The Public Catalogue Foundation
Señora madre, devota,
se estuvo siempre rezando,
y señor padre, poltrón,
se salió a dormir al claustro:
con esto dieron lugar
a que el galán diese asalto
y escalase el pecho bobo,
sin tocar nadie a rebato.
Celebrada, pues, la fiesta,
por aquellos mismos pasos
(si bien con otros intentos)
que vinieron, se tornaron.
Pulgas pican al pelón,
y tiénenlo tan picado,
que diera al Tiempo las plumas
de su sombrerillo pardo
para que le sincopara
el término señalado
a los gustos no cumplidos
y a los días mal logrados.
Llegó, al fin, que no debiera,
en un día muy nublado
y una noche muy lloviosa,
luto el uno, la otra, llanto.
Apenas la obscura noche
las cintas se ató del manto,
y no del manto de lustre,
sino de soplos del austro,
cuando el mozuelo orgulloso
hacia el mar, ya alborotado,
un pie con otro, se fue
descalzando los zapatos.
Llegó desnudo a la orilla,
donde estuvieron un rato
las faldas de la camisa
a las ondas imitando.
Haciendo con el estrecho,
que ya le parece ancho,
lo que el día de la purga
el enfermo con el vaso,
la trémula seña, aguarda,
que de luz corone lo alto,
si tanta distancia puede
vencella farol tan flaco.
Présaga, al fin, del suceso,
turbada, salió, del caso,
y cobarde al fiero soplo
del animoso contrario.
Leandro, en viendo la luz,
la arena besa, y gallardo,
«¡Oh, de la estrella de Venus
-le dice- ilustre traslado!:
norte eres ya de un bajel
de cuatro remos por banco;
si naufragare, serás
Santelmo de su naufragio.
A tus rayos me encomiendo,
que, si me ayudan tus rayos,
mal podrá un brazo de mar
contrastar a mis dos brazos».
Esto dijo, y repitiendo
«Hero y Amor», cual villano
que a la carrera ligero
solicita el rojo palio…
Read Full Post »