La décima obra de Invocaciones (1934-1935), colección a la que pertenece, por cierto, ese magnífico Soliloquio del farero, es A las estatuas de los dioses.
Ibón Zubiaur, en La construcción de la experiencia en la poesía de Luis Cernuda, escribe:
Es una obra que inicia una serie de poemas recurrentemente dedicados a esos restos mudos de civilizaciones hoy perdidas; esas estatuas que antaño encarnaron a los destinatarios por antonomasia de la palabra, mientras que hoy se limitan a encarnar la pérdida de ese canal de comunicación entre lo humano y lo divino. Lo divino, como ya sugerí, debe entenderse aquí como la meta del afán de trascendencia que define la palabra del poeta: por eso puede subsistir tras el silencio, tras la muerte de los dioses. Lo cierto es que en este primer poema de la serie, el poeta se nos presenta todavía soñando dioses “Lejos de los hombres / Allá en la altura impenetrable”: la trascendencia, más aún, la alteridad de lo divino aparece como la referencia a sostener por esos últimos creyentes, los poetas.
Hölderlin plasmaría en su obra el deseo de volver a aquella Grecia antigua para hacer realidad el concepto de ideal tan propugnado por los antiguos helenos. El poeta anhela una nueva Grecia, renacida de la “joven patria alemana”, de la misma forma que Cernuda cede a la añoranza de aquella tierra ya inexistente que le vio crecer:
(…) Si nunca más pudieran estos ojos
Enamorados reflejar tu imagen.
Si nunca más pudiera por tus bosques,
El alma en paz caída en tu regazo,
Soñar el mundo aquel que yo pensaba
Cuando la triste juventud lo quiso (…)
La realidad y el deseo, La nubes, Elegía española [II], versos 34-39.
Nuria Gasó Gómez, en Friedrich Hölderlin en la obra de Luis Cernuda (trabajo de fin de Grado de Traducción e Interpretación en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona) dice:
No es casualidad que Cernuda se identifique con la postura de Hölderlin en el uso de los mitos griegos en su obra. El sevillano justifica la frecuencia de aparición de las tradiciones clásicas como una nueva forma de entender la mitología, que no se limita a los tópicos (las virtudes o los vicios) ni a los condicionamientos morales de una época, sino que retrata una esencia que trasciende lo tangible de lo divino. En la poesía alemana del Romanticismo se daría una lectura de dichos mitos de una forma que no tendría lugar en la poesía española moderna, pues en esta última el poeta español considera que los elementos mitológicos no son más que un recurso decorativo y su presencia excesiva podría causar extrañeza al lector. A diferencia de esto, la reiteración de los elementos mitológicos en Hölderlin refleja la historia de una humanidad que, extraviada en el mundo moderno de la actualidad, ya no se rige por las fuerzas secretas de la tierra sino por el vacío de una realidad. El anhelo hölderliniano de resucitar la cultura clásica tiene tal repercusión en Cernuda que este se alimenta de la similitud de sus añoranzas para expresar la carencia de su propia cultura, de su propia identidad. Se dirige a estatuas de dioses para paliar los daños infringidos por la humanidad en contra de su propio mundo:
Mas no juzguéis por el rayo, la guerra o la plaga
Una triste humanidad decaída (…)
Invocaciones, A las estatuas de los dioses, versos 36-37
En Matas, J, Martínez, J. E y Trabado, J. M. (editores), Nostalgia de una patria imposible, estudios sobre la obra de Luis Cernuda, página 377, podemos leer:
En cierto sentido, el cuerpo sin vida del joven marino (El joven marino, octavo poema de Invocaciones) es hasta cierto punto comparable a las estatuas de los dioses, a quienes se dirige en el poema homónimo y final – de Invocaciones: aquellas estatuas “Hermosas y vencidas“ (verso 1), al igual que la belleza juvenil, son el testimonio de aquellos pasados “tiempos heroicos y frágiles” (verso 23), en que los hombres eran ingenuos – para utilizar la categoría schilleriana -, libres y adictos a los dioses:
Aún no había mordido la brillante maldad
Sus cuerpos llenos de majestad y gracia.
En vosotros creían y vosotros existíais;
La vida no era un delirio sombrío.
(Versos 10-13)
Sin embargo, al igual que los dioses a quienes representaban, hoy las estatuas yacen “mutiladas y oscuras” (verso 25), han perdido todo su esplendor marmóreo, y se ennegrecen en un medio hostil: “Entre los grises jardines de las ciudades” (verso 26), lejos de las fuerzas naturales que les insuflaban energía.
Para el yo poético de Cernuda la verdad se encuentra en el completo esplendor perdido de aquel tiempo politeísta y panteísta de mitos paganos, y por ello ruega a los restos de las estatuas “Impasibles reinad en el divino espacio” (verso 38), porque de esta forma se asegura la pervivencia de “El amor, la poesía, la fuerza, la belleza, [de] todos estos remotos impulsos que mueven el mundo” (Cernuda 1935c, p. 1302).
Hasta aquí el libro.
El poema que destaca por el uso del epíteto, alguno de ellos sorprendente, (ciegos ojos, remotas edades, titánicos hombres, ligeras guirnaldas, olorosa llama, luz divina, hermana celeste, criaturas adictas y libres, brillante maldad, delirio sombrío, inofensivo sueño,…).
El contraste es otra característica del poema: las estatuas son hermosas, pero están vencidas; miran al cielo con ojos ciegos; las criaturas iban adictas y libres; la maldad es brillante; los tiempos eran heroicos y frágiles.
Los dioses recuerdan con añoranza esa época remota en la que los sacrificios y ofrendas de los hombres, titánicos por cierto, vestían con guirnaldas sus estatuas y el fuego de la pira sacrificial elevaba su llama al cielo.
No, no conocían (no había mordido la maldad sus cuerpos) los hombres la brillante maldad de la racionalidad y la increencia en unos dioses en los que creían y que, para ellos existían. La vida tenía sentido con los dioses, no era un delirio sombrío.
Pero llegó ¡ay! el tiempo en que cesaron la súplica y la esperanza y los dioses se convirtieron en piedra inútil, sin alma, muerte memorable, por la que resbala la lluvia y se proyecta la luz, en grises jardines por los que transitan, ajenos a este pasado esplendor, los hombres, que abandonaron tiempo ha impíamente los altares divinos.
Es el poeta, con su memoria, el postrer creyente en unos dioses a los que quizá devuelva el cielo con su fe. El poeta suplica a los dioses que no castiguen a una humanidad que se ha provocado a sí misma la destrucción. Los dioses deben reinar impasibles en el divino espacio para asegurar la pervivencia del amor, la poesía, la fuerza, la belleza, esos remotos impulsos que mueven el mundo, esa referencia que deben sostener los últimos creyentes, los poetas. En ese divino espacio Ganimedes (Distraiga con su gracia el copero solícito / La cólera de vuestro poder que despierta), tan presente en el poema El águila, primero de la colección Como quien espera el alba, los distraerá.
Con el trono de oro y la faz cegadora de esos dioses, que habitan allá en la altura impenetrable, lejos de los hombres, física y mentalmente, sueña el poeta en la noche otoñal, bajo el blanco embeleso lunático, mirando las ramas que el verdor abandona nevarse de luz beatamente.
el sol, el mar,
la oscuridad, la estepa,
el hombre y su deseo,
la airada muchedumbre,
¿qué son sino tú misma?
Por ti, mi soledad, los busqué un día;
en ti, mi soledad, los amo ahora.
(Estos son los últimos versos de Soliloquio del farero, que hemos ofrecido en imágenes en este capítulo)