Y pasamos a la Elegía XII. Lo primero, ofrecer el original alemán:
Hörest du, Liebchen, das muntre Geschrei den Flaminischen Weg her?
Schnitter sind es; sie ziehn wieder nach Hause zurück,
Weit hinweg. Sie haben des Römers Ernte vollendet,
Der für Ceres den Kranz selber zu flechten verschmäht.
Keine Feste sind mehr der großen Göttin gewidmet,
Die, statt Eicheln, zur Kost goldenen Weizen verlieh.
Laß uns beide das Fest im stillen freudig begehen!
Sind zwei Liebende doch sich ein versammeltes Volk.
Hast du wohl je gehört von jener mystischen Feier,
Die von Eleusis hieher frühe dem Sieger gefolgt?
Griechen stifteten sie, und immer riefen nur Griechen,
Selbst in den Mauern Roms: »Kommt zur geheiligten Nacht!«
Fern entwich der Profane; da bebte der wartende Neuling,
Den ein weißes Gewand, Zeichen der Reinheit, umgab.
Wunderlich irrte darauf der Eingeführte durch Kreise
Seltner Gestalten; im Traum schien er zu wallen: denn hier
Wanden sich Schlangen am Boden umher, verschlossene Kästchen,
Reich mit Ähren umkränzt, trugen hier Mädchen vorbei,
Vielbedeutend gebärdeten sich die Priester und summten;
Ungeduldig und bang harrte der Lehrling auf Licht.
Erst nach mancherlei Proben und Prüfungen ward ihm enthüllet,
Was der geheiligte Kreis seltsam in Bildern verbarg.
Und was war das Geheimnis? als daß Demeter, die große,
Sich gefällig einmal auch einem Helden bequemt,
Als sie Jasion einst, dem rüstigen König der Kreter,
Ihres unsterblichen Leibs holdes Verborgne gegönnt.
Das war Kreta beglückt! das Hochzeitsbette der Göttin
Schwoll von Ähren, und reich drückte den Acker die Saat.
Aber die übrige Welt verschmachtete; denn es versäumte
Über der Liebe Genuß Ceres den schönen Beruf.
Voll Erstaunen vernahm der Eingeweihte das Märchen,
Winkte der Liebsten — Verstehst du nun, Geliebte, den Wink?
Jene buschige Myrte beschattet ein heiliges Plätzchen!
Unsre Zufriedenheit bringt keine Gefährde der Welt.
La traducció de Alfonsina Janés es:
XII
¿Oyes, amor mío, el alegre griterío que llega de la Vía Flaminia?
Son segadores que regresan a su alejado
hogar. Acaban de terminar la cosecha del romano,
que no quiere trenzar con sus manos la corona para Ceres.
Ya no se celebran fiestas en honor de la gran diosa
que dio en vez de bellotas dorado trigo en alimento.
Celebremos esta fiesta quedos y con alegría,
ya que dos amantes solos son un pueblo reunido.
¿Oíste jamás hablar de aquel místico festejo
que de Eleusis aquí pronto llegó tras el vencedor?
Unos griegos lo crearon, y griegos sólo exclamaron
hasta en los muros de Roma: «¡Venid a la noche santa!»
Lejos se evadió el profano, temblaba el neófito, expectante,
envuelto en ropaje blanco, símbolo de la pureza.
Seguía un curioso deambular del iniciado por círculos
de extrañas figuras; parecía andar en sueños: aquí
retorcíanse serpientes por el suelo, cofres cerrados
muy adornados de espigas, traían unas muchachas.
Significativo era el gesto y rumor de los sacerdotes;
el aprendiz esperaba la luz, impaciente y temeroso.
Después de diversas pruebas pusiéronle al descubierto
lo que el círculo sagrado en extraña imagen ocultaba.
¿Y cuál era este secreto, sino que Démeter, la grande,
se entregara complaciente también una vez a un héroe?
Cuando un día a Jasón, el robusto rey de Creta,
concedió el secreto encanto de su cuerpo inmortal.
¡Creta fue entonces dichosa! El tálamo de la diosa,
estaba henchido de espigas, y el campo era sofocado por el abundante grano.
Languidecían, no obstante, las demás partes del mundo, pues
el gozo del amor hizo descuidar a Ceres su hermosa ocupación.
Con gran asombro escuchó el iniciado la historia,
hizo señas a la amada. ¿Entiendes ahora la seña, amor mío?
Da aquel tupido mirto sombra a un sagrado lugar.
Nuestra satisfacción no pone al mundo en peligro.»
El 19 de junio de 2008 en El Cultural y a propósito de la publicación de las Elegías romanas de Johann W. Von Goethe en traducción de Jesús Munárriz, en la editorial Hiperión, Antonio Colinas escribió lo siguiente:
Hay una acuarela muy conocida de Tischbein -uno de los artistas alemanes que Goethe frecuenta en Roma- en la que se ve al poeta asomado a la luz fogosa de una ventana de esta ciudad; una representación simbólica, muy especial, de lo que para Goethe supuso viajar a Italia y, en concreto, a Roma. Se trataba de un viaje que, sin más, comprendía asomarse a la luz de una nueva vida y de un nuevo conocimiento; una aspiración -la de viajar a Italia- que al menos arrancaba de unos años atrás, cuando él ansía en una de sus cartas viajar al país mediterráneo, a una de las cunas de la cultura clásica, casi con un grito: “¡A Italia! ¡A Italia!… Roma, mi universidad”. Se trataba de un dulce lamento muy parecido a aquel otro, ya de su madurez, cuando tras haber viajado en dos ocasiones a Italia, la evoca en uno de sus más conocidos versos: “¿Conoces la tierra donde florecen los limoneros?”. Ahora el poeta resume, en muy pocas palabras, toda la plenitud que supuso su viaje al sur.
Goethe emprende su primer viaje a Italia en el otoño de 1786 y pasaría en este país casi dos años. La experiencia supuso una conmoción en todos los sentidos, pero ante todo porque él veía en este país la viva y palpitante representación del clasicismo que amaba. Clasicismo primordialmente pagano, pues ya desde su entrada en Italia por el paso del Brennero se esforzó por empaparse de ese clasicismo con matices. Un afán de paganismo que, por ejemplo, le llevó a ignorar en Padua los hermosos frescos de Giotto, y a preferir la visita a las ruinas de un templo pagano menor. De este impulso esplendoroso de paganismo y pasión brotaron en Roma, en 1788 sus Elegías romanas, que ahora se editan en su versión completa.
Nos referimos a que en las versiones anteriores faltaba los cuatro poemas finales (del XXI al XXIV) que en su día la revista Die Horen, por boca de Herder, había decidido rechazar por “escandalosas”. Si del segundo viaje a Italia (a Venecia sobre todo) el fruto más decantado había sido los Epigramas venecianos -también traducidas con fluidez por Jesús Munárriz- del primero y de su recorrido de norte a sur todo el país, lo serían estas Elegías romanas. Nada decimos de ese otro excepcional fruto que fue su Viaje a Italia, por el que conocemos tantos detalles del Goethe de aquellos días. Pero además del encuentro con tantas vivencias nuevas y del reencuentro con tantas ensoñadas, el resultado más encendido serían estas Elegías romanas a través de las cuales el autor del Fausto nos muestra el descubrimiento de otra pasión en plenitud, la del amor. Como el amor que Stendhal sintió hacia Ángela Pietragrua, Goethe también encuentra a otra milanesa, Magdalena Riggi, que bien puede andar por los versos de estas elegías, aunque también se dice que en ellos el poeta no hizo otra cosa que presentarnos a la que habría de ser unos años después su mujer, Christiane Vulpius. En ella encontrará amor y hogar a su regreso a Weimar. Pero nunca pudo olvidar Goethe las lágrimas que derramó días antes de abandonar Roma y, una parte de ellas, bien pudieron ser estos versos que encontraron en las formas clásicas -en las lecturas de Horacio y Ovidio- su inspiración.
Erotismo, hedonismo, emanaciones de lecturas, mitos y símbolos clásicos, evocaciones de calles y lugares romanos, tejen un apasionado conjunto en estas elegías que hoy reconoceríamos a la ligera como expresión de un fértil “culturalismo”. Libro fruto del buen oficio de su autor, pero subordinado a esa sobrecarga de cultura y a la pasión encendida por cuanto estaba viviendo. Las lecturas de Catulo habían dejado también su impronta en este apasionado viajero y de ahí los toques «escandalosos» de los que Herder privó a la sociedad alemana, pero que hoy aceptamos como jugosos guiños en un autor que tantas veces tendió a la grandilocuencia y a los temas serios. No en vano, el Goethe de tan dilatada obra fue el que se reconoció en el futuro como “el gran alemán”, al que sin embargo preferimos asomado a una ventana de Roma, ignoto y soñador, componiendo versos llenos de frescura del tipo de “¡No te pese, querida, habérteme entregado tan pronto!”.
Antonio COLINAS