Y regresamos a la Paideia de Werner Jaeger, cuyo apartado Sócrates, educador, dentro del capítulo II (La herencia de Sócrates), del libro III (En busca del centro divino), páginas 403 a 457 glosamos. Vamos con las páginas 415, 416, parte de la 417 y 423:
«Jamás, mientras viva, dejaré de filosofar, de exhortaros a vosotros y de instruir a todo el que encuentre, diciéndole según mi modo habitual: Querido amigo, eres un ateniense, un ciudadano de la mayor y más famosa ciudad del mundo por su sabiduría y su poder, y ¿no te avergüenzas de velar por tu fortuna y por tu constante incremento, por tu prestigio y tu honor, sin que en cambio te preocupes para nada por conocer el bien y la verdad ni de hacer que tu alma sea lo mejor posible? Y si alguno de vosotros lo pone en duda y sostiene que sí se preocupa de eso, no le dejaré en paz ni seguiré tranquilamente mi camino, sino que le interrogaré, le examinaré y le refutaré, y si me parece que no tiene areté alguna, sino que simplemente la aparenta, le increparé diciéndole que siente el menor de los respetos por lo más respetable y el respeto más alto por lo que menos respeto merece. Y esto lo haré con los jóvenes y los viejos, con todos los que encuentre, con los de fuera y los de dentro; pero sobre todo con los hombres de esta ciudad, puesto que son por su origen los más cercanos a mí. Pues sabed que así me lo ha ordenado Dios, y creo que en nuestra ciudad no ha habido hasta ahora ningún bien mayor para vosotros que este servicio que yo rindo a Dios. Pues todos mis manejos se reducen a moverme por ahí, persuadiendo a jóvenes y viejos de que no se preocupen tanto ni en primer término por su cuerpo y por su fortuna como por la perfección de su alma.»
La «filosofía» que Sócrates profesa aquí no es un simple proceso teórico de pensamiento, sino que es al mismo tiempo una exhortación y una educación. Al servicio de estos fines se hallan asimismo el examen y la refutación socráticos de todo saber aparente y de toda excelencia (areté = ἀρητή) puramente imaginaria. Este examen no es más que una parte de todo el proceso, tal como Sócrates lo expone. Una parte que parece ser, ciertamente, el aspecto más original de él.
Pero antes de entrar en la esencia de este dialéctico «examen del hombre», que suele considerarse como lo esencial de la filosofía socrática, puesto que contiene el elemento teórico más vigoroso de ella, debemos fijarnos más detenidamente en las palabras preliminares de exhortación. La comparación que se establece entre el contenido material de vida del hombre de negocios ávido de dinero y el postulado superior de vida proclamado por Sócrates descansa en la idea de la preocupación o del cuidado consciente del hombre para los bienes más apreciados por él. Sócrates exige que, en vez de preocuparse de los ingresos, el hombre se preocupe del alma (ψυχῆς θεραπεία). Este concepto, que aparece al comienzo del diálogo, se presenta de nuevo al final de él.
Por lo demás, no se dice nada para demostrar el valor superior del alma en comparación con los bienes materiales o con el cuerpo. Se considera como algo evidente, de por sí y que se da por supuesto, por mucho que los hombres lo posterguen en su conducta práctica. Para el hombre de hoy esto no tiene nada de sorprendente, por lo menos en teoría; más bien constituye para él algo trivial. Pero este postulado ¿sería tan evidente para los griegos de aquella época como para nosotros, herederos de una tradición de dos mil años de cristianismo?
En el diálogo preliminar del Protágoras platónico, diálogo sostenido en el patio de la casa de Sócrates, la exhortación de éste parte también del «alma en peligro». El móvil del «peligro» es típico de Sócrates en relación con estas otras ideas y se halla íntimamente vinculado con el llamamiento al «cuidado del alma». Sócrates habla como un médico cuyo paciente fuese no el hombre físico, sino el hombre interior. En los socráticos abundan extraordinariamente los pasajes en que se habla del cuidado del alma, o de la preocupación por el alma, como la misión suprema del hombre. Hemos dado aquí con la médula de la propia conciencia que Sócrates tenía de su contenido y de su misión: es una misión educativa, que se interpreta a sí misma como «servicio de Dios». Este carácter religioso de su misión se basa en el hecho de que se trata precisamente de la «cura del alma», pues el alma es para él lo que hay de divino en el hombre. Sócrates caracteriza más concretamente el cuidado del alma como el cuidado por el conocimiento del valor y de la verdad, frónesis (φρώνησις) y alétheia (ἀλήθεια) . El alma se separa del cuerpo con la misma nitidez que de los bienes materiales. La separación entre el alma y el cuerpo traza directamente la jerarquía socrática de los valores y una nueva teoría, claramente graduada, de los bienes, teoría que coloca en el plano más alto los bienes del alma, en segundo lugar, los bienes del cuerpo y en último término los bienes materiales como fortuna y poder.
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La experiencia socrática del alma como fuente de los supremos valores humanos dio a la existencia aquel giro hacia el interior que es característico de los últimos tiempos de la Antigüedad. De este modo, la virtud y la dicha se desplazaron al interior del hombre. Un rasgo significativo de la conciencia con que Sócrates daba este paso lo tenemos en el hecho de que insistiese en que las artes plásticas no se contentasen tampoco con reproducir la belleza física, sino que aspirasen a reproducir también la expresión del ser moral (ἀπομιμεῖσθαι τὸ τῆς ψυχῆς ἦθος). Este postulado aparece como algo completamente nuevo en el diálogo con el pintor Parrasio, que reproduce Jenofonte, y el gran artista expresa la duda de que la pintura sea capaz de penetrar en el mundo de lo invisible y lo asimétrico. Jenofonte presenta la cosa como si la preocupación de Sócrates por el alma fuese la que abre por vez primera este campo al arte de la época. El ser físico, sobre todo la cara del hombre, es para Sócrates el espejo de su interior y sus cualidades, y sólo de un modo vacilante y paso a paso se va acercando el artista a esta gran verdad. La historia tiene un valor simbólico. Cualquiera que sea el modo como concibamos las relaciones entre el arte y la filosofía en aquel periodo, correspondía sin duda a la filosofía, según el criterio de nuestro autor, guiar los pasos por el camino hacia el continente recién descubierto del alma.