Lo he podido ver y leer hoy en la edición digital del periódico El Mundo. El presidente de Estados Unidos, Barack Obama asistirá a la cumbre sobre el cambio climático en Copenhague.
Los humoristas Idígoras y Pachi se refieren a esa anunciada visita y ofrecen una viñeta sobre el asunto en la que podemos ver dos imágenes, separadas por 2040 años.
A la izquierda, un general romano, del año 30 a. C., montado en un carro triunfal, a quien un esclavo, que sostiene una corona de laurel a la altura de su cabeza, símbolo de victoria en una batalla, le recuerda que es humano. A la derecha, el presidente Obama, que imita el gesto de saludo a las multitudes del general, a quien el presidente del gobierno español, Rodríguez Zapatero, se encarga de recordar que es divino.
Ya dedicamos en nuestro blog un artículo a Barack Obama.
Hoy queremos centrarnos un poco en la frase y el gesto de la parte izquierda de la viñeta de Idígoras y Pachi.
Lo primero que llega a nuestra mente respecto a la corona de laurel, presente en ambas imágenes, son los versos de Ovidio (Metamorfosis I, 557-564), en los que se narra el episodio de los amores de Dafne y Apolo y la conversión de la primera en laurel:
Cui deus ‘ at quoniam coniunx mea non potes esse,
arbor eris certe ‘ dixit ‘ mea. Semper habebunt
te coma, te citharae, te nostrae, laure, pharetrae.
Tu ducibus laetis aderis, cum laeta Triumphum
uox canet et uisent longas Capitolia pompas. 560
Postibus Augustis eadem fidissima custos
ante fores stabis mediamque tuebere quercum,
utque meum intonsis caput est iuuenale capillis,
tu quoque perpetuos semper gere frondis honores!
Y el dios le habla así: “ Está bien, puesto que ya no puedes ser mi esposa, al menos serás mi árbol “. Siempre te tendrán mi cabellera, mi cítara, mi aljaba; tú acompañarás a los caudillos alegres cuando alegre voz entone el Triunfo y visiten el Capitolio los largos desfiles. También tú te erguirás ante la puerta de la mansión de Augusto, como guardián fidelísimo, protegiendo la corona de encina situada entre ambos quicios; y del mismo modo que mi cabeza permanece siempre juvenil con su cabellera intacta, lleva tú también perpetuamente el ornamento de las hojas.
La traducción es de Antonio Ruiz de Elvira, en Alma Mater, quien en las notas adicionales, y a propósito de su traducción “el Triunfo” nos dice:
El Triunfo es el solemne y brillante desfile militar con que se honraba en Roma al general victorioso contra un enemigo extranjero (excluidos, pues, en teoría, los vencedores en guerras civiles), cuando la victoria era lo suficientemente importante y cumpliéndose ciertos requisitos. Es por tanto mucho más que nuestra palabra triunfo, que ha pasado a ser sinónimo de victoria. La expresión “cantar el Triunfo” obedece a que efectivamente el ejército pronunciaba repetidamente entre chanzas, vivas y canciones alusivas, el grito triunfal Io triumphe.
El desfile triunfal, añade, Ruiz de Elvira en otra nota, terminaba en el Capitolio con una ofrenda a Júpiter en su templo.
En este lugar, Mª Amparo Mateo Donet escribe:
Reconocimientos al buen general.
El general es la persona más importante o de mayor autoridad dentro del campamento, sus tropas le deben fidelidad pero además, debe de ganársela siendo un buen general. Si conseguía una gran victoria gozaba de gran prestigio y admiración por parte de todos sus hombres, y de una serie de ceremonias solemnes que le convertían en una persona por encima de los demás, rindiéndosele en cierta medida culto.
Una de las mayores recompensas a las que puede aspirar un general es el triunfo, la entrada solemne y apoteósica en Roma tras una gran victoria. Realmente es una fiesta religiosa en que se agradece a Júpiter Óptimo Máximo este éxito, ya que él es el que lo ha favorecido tras haberle entregado, antes de partir hacia el campo de batalla, las ofrendas pertinentes. Durante la celebración del triunfo la ciudad se encuentra bajo el imperium militar y es el triunfador el único jefe del Estado. Sólo se concede a los magistrados y suponía la suprema jefatura sobre el ejército.
Pero para conseguirlo, además del requisito de ser magistrado, se debían de dar toda una serie de circunstancias por parte del general y de la guerra. El propio general que quería recibirlo lo pedía especificando el presupuesto para su celebración, escribía a todos sus amigos para que hablaran a favor suyo. Él aguardaba a las afueras de la ciudad, sin entrar en ella, con una representación de los ejércitos vencedores, porque si entraba en la ciudad perdía el imperium y, por consiguiente, la condición esencial para poder obtener el triunfo.
El día acordado para la celebración, se comenzaba por ordenar en el campo de Marte todos los elementos del desfile: las tropas vencedoras, los cautivos, los carros con el botín, etc. Pasaban por la puerta triumphalis, atravesaban el Circo Flaminio, donde se situaba parte del pueblo para presenciar el espectáculo y aplaudir al general; después se dirigían al Velabro, el foro Boario, el circo Máximo, el foro Romano, clivus Capitolinus y, por último, a la cima del Capitolio. Las calles se adornaban con flores y guirnaldas, los templos permanecían abiertos y se quemaba incienso en todos los altares. El orden de la comitiva era: los senadores y los magistrados; la banda de trompetas; los despojos de los pueblos vencidos, insignias, estandartes, armas, estatuas, objetos logrados, insignias y distintivos conseguidos por el general triunfador, las imágenes de las ciudades conquistadas, de los ríos domeñados, etc. en carros o en angarillas; hombres con pancartas en que se especifican las plazas y fuertes tomados al enemigo, las batallas libradas que, a veces, hasta se pintaban en amplios cuadros. Después continuaban el desfile las víctimas que se iban a sacrificar en el Capitolio, el sacrificio era algo esencial en la celebración. Éstas variaban en el número pero debían ser siempre toros blancos, o que por lo menos tuvieran unas manchas blancas sobre la frente. Se les doraban los cuernos y entrelazaban guirnaldas, sobre sus lomos se echaba una gualdrapa. Los conducían los victimarios y camilos ricamente vestidos al modo antiguo. Si el general había dado la muerte al jefe de los enemigos en lucha singular, ofrecía los despojos en el templo de Júpiter Feretrio. Tras las víctimas seguían los cabecillas cautivos con la soga al cuello o arrastrando cadenas a pie, o sobre sus propios carros. A continuación, los representantes de los prisioneros ordinarios y rehenes, en número también variable, que luego podían ser ejecutados o vendidos como esclavos.
Después venía la segunda parte del desfile formada por el cuerpo de lictores y músicos. Y lo más espectacular, el carro del triunfador coronado de laurel y tirado por un tronco de cuatro caballos blancos, adornados ellos también con coronas, emulando la viva imagen de Júpiter. Vestía la túnica palmata y la toga picta, que pertenecían al tesoro del Capitolio, al igual que el cetro que empuñaba en una mano mientras que en la otra llevaba un ramo de laurel. Llevaba pintada la cara de minio, el color de los inmortales, y también portaba una corona de laurel. Detrás de él iba un esclavo sosteniéndole otra corona, la corona de oro de Júpiter Óptimo Máximo, demasiado pesada para llevarla en la cabeza y, a su vez, le iba repitiendo continuamente: “acuérdate que eres hombre”. Con ellos iban sus hijos pequeños en el carro o en los caballos que tiraban de él. Los hijos mayores iban detrás a caballo. Y, por último, cerrando la marcha, los soldados con sus distintivos y condecoraciones, gritando: “io triumphe!”, celebrando las glorias del general o ridiculizando sus defectos irónicamente. Pero estas canciones e insultos no llevaban la finalidad de deshonrarlo sino de evitar las malas envidias, o el enfado de algunos dioses que después quisieran vengarse de él. Por eso el general llevaba los amuletos pertinentes.
Cuando llegaba al Capitolio ofrecía a Júpiter los laureles y las insignias que llevaba en la mano, entonces inmolaba las víctimas conducidas en el desfile triunfal. Todo terminaba con un banquete para los magistrados y el senado, y otro para los soldados y el pueblo. Al principio duraba un día, pero con el aumento del botín de algunos generales, terminó durando varios días.
En la época imperial, como los generales eran lugartenientes del emperador y luchaban bajo los auspicios del señor del Imperio, a éste pertenecía celebrar los triunfos; aunque el honor de tomar los ornamentos triunfales lo concedían los emperadores, a partir de Tiberio, con mucha facilidad, con lo cual el triunfo perdió toda su prestancia y significado.
En caso de no alcanzar a celebrar un triunfo, estaba la posibilidad de obtener un honor menor pero también de una cierta importancia, la ovatio. Ésta se concede al general victorioso cuando no ha alcanzado un número mínimo de enemigos aniquilados exigido para el triunfo, o cuando su actuación ha tenido lugar en un campo de batalla secundario. Suele darse también cuando el general victorioso no pertenece a la familia imperial. Pero había muchas más causas para que se declarara ovatio y no triunfo, como por ejemplo, si la guerra no ha sido declarada según las leyes, si no se ha llevado contra un enemigo justo o digno del pueblo romano, o cuando la victoria se ha conseguido sin derramamiento de sangre.
En este caso, el general no va en carro sino a pie o a caballo, no lleva corona de laurel sino de mirto, la toga picta se sustituía por la praetexta, y el acto en general es menos solemne.
Y, en última instancia, si el general no conseguía ni un triunfo ni una ovatio por parte del senado, siempre cabía la posibilidad de que celebrara por su cuenta un triunfo en el templo de Júpiter Laciar, en el monte Albano, era una especie de consuelo en algunos casos.
Una descripción de este Triunfo la tenemos en la Vida de Paulo Emilio, de Plutarco.
Οὕτω φασὶν ὑπὸ τῶν λόγων τούτων ἀνακοπῆναι καὶ μεταβαλεῖν τὸ στρατιωτικόν, ὥστε πάσαις ταῖς ἐπικυρωθῆναι τῷ Αἰμιλίῳ τὸν θρίαμβον. Πεμφθῆναι δ᾿ αὐτὸν οὕτω λέγουσιν. ὁ μὲν δῆμος ἔν τε τοῖς ἱππικοῖς θεάτροις, ἃ κίρκους καλοῦσι, περί τε τὴν ἀγορὰν ἰκρία πηξάμενοι, καὶ τἄλλα τῆς πόλεως μέρη καταλαβόντες, ὡς ἕκαστα παρεῖχε τῆς πομπῆς ἔποψιν, ἐθεῶντο, καθαραῖς ἐσθῆσι κεκοσμημένοι. πᾶς δὲ ναὸς ἀνέῳκτο καὶ στεφάνων καὶ θυμιαμάτων ἦν πλήρης, ὑπηρέται τε πολλοὶ καὶ ῥαβδονόμοι τοὺς ἀτάκτως συρρέοντας εἰς τὸ μέσον καὶ διαθέοντας ἐξείργοντες, ἀναπεπταμένας τὰς ὁδοὺς καὶ καθαρὰς παρεῖχον. τῆς δὲ πομπῆς εἰς ἡμέρας τρεῖς νενεμημένης, ἡ μὲν πρώτη μόλις ἐξαρκέσασα τοῖς αἰχμαλώτοις ἀνδριάσι καὶ γραφαῖς καὶ κολοσσοῖς, ἐπὶ ζευγῶν πεντήκοντα καὶ διακοσίων κομιζομένοις, τούτων ἔσχε θέαν. τῇ δ᾿ ὑστεραίᾳ τἀ κάλλιστα καὶ πολυτελέστατα τῶν Μακεδονικῶν ὅπλων ἐπέμπετο πολλαῖς ἁμάξαις, αὐτά τε μαρμαίροντα χαλκῷ νεοσμήκτῳ καὶ σιδήρῳ, τήν τε θέσιν ἐκ τέχνης καὶ συναρμογῆς, ὡς ἂν μάλιστα συμπεφορημένοις χύδην καὶ αὐτομάτως ἐοίκοι, πεποιημένα, κράνη πρὸς ἀσπίσι, καὶ θώρακες ἐπὶ κνημῖσι, καὶ Κρητικαὶ πέλται καὶ Θράκια γέρρα καὶ φαρέτραι μεθ᾿ ἱππικῶν ἀναμεμειγμέναι χαλινῶν, καὶ ξίφη γυμνὰ διὰ τούτων παρανίσχοντα καὶ σάρισαι παραπεπηγυῖαι, σύμμετρον ἐχόντων χάλασμα τῶν ὅπλων, ὥστε τὴν πρὸς ἄλληλα κροῦσιν ἐν τῷ διαφέρεσθαι τραχὺ καὶ φοβερὸν ὑπηχεῖν, καὶ μηδὲ νενικημένων ἄφοβον εἶναι τὴν ὄψιν. Μετὰ δὲ τὰς ὁπλοφόρους ἁμάξας ἄνδρες [ἐπ]ἐπορεύοντο τρισχίλιοι, νόμισμα φέροντες ἀργυροῦν ἐν ἀγγείοις ἑπτακοσίοις πεντήκοντα τριταλάντοις, ὧν ἕκαστον ἀνὰ τέσσαρες ἐκόμιζονἦ ἄλλοι δὲ κρατῆρας ἀργυροῦς καὶ κέρατα καὶ φιάλας καὶ κύλικας, εὖ διακεκοσμημένα πρὸς θέαν ἕκαστα καὶ περιττὰ τῷ μεγέθει καὶ τῇ παχύτητι τῆς τορείας.
Τῆς δὲ τρίτης ἡμέρας ἕωθεν μὲν εὐθὺς ἐπορεύοντο σαλπιγκταί, μέλος οὐ προσόδιον καὶ πομπικόν, ἀλλ᾿ οἵῳ μαχομένους ἐποτρύνουσιν αὑτοὺς ῾Ρωμαῖοι, προσεγκελευόμενοι. Μετὰ δὲ τούτους ἤγοντο χρυσόκερῳ τροφίαι βοῦς ἑκατὸν εἴκοσι, μίτραις ἠσκημένοι καὶ στέμμασινἦ οἱ δ᾿ ἄγοντες αὐτοὺς νεανίσκοι περιζώμασιν εὐπαρύφοις ἐσταλμένοι πρὸς ἱερουργίαν ἐχώρουν, καὶ παῖδες ἀργυρᾶ λοιβεῖα καὶ χρυσᾶ κομίζοντες. εἶτα μετὰ τούτους οἱ τὸ χρυσοῦν νόμισμα φέροντες, εἰς ἀγγεῖα τριταλαντιαῖα μεμερισμένον ὁμοίως τῷ ἀργυρῷ· τὸ δὲ πλῆθος ἦν τῶν ἀγγείων ὀγδοήκοντα τριῶν δέοντα. τούτοις ἐπέβαλλον οἵ τε τὴν ἱερὰν φιάλην ἀνέχοντες, ἣν ὁ Αἰμίλιος ἐκ χρυσοῦ δέκα ταλάντων διάλιθον κατεσκεύασεν, οἵ τε τὰς ᾿Αντιγονίδας καὶ Σελευκίδας καὶ Θηρικλείους καὶ ὅσα περὶ δεῖπνον χρυσώματα τοῦ Περσέως ἐπιδεικνύμενοι. τούτοις ἐπέβαλλε τὸ ἅρμα τοῦ Περσέως καὶ τὰ ὅπλα καὶ τὸ διάδημα τοῖς ὅπλοις ἐπικείμενον. εἶτα μικροῦ διαλείμματος ὄντος ἤδη τὰ τέκνα τοῦ βασιλέως ἤγετο δοῦλα, καὶ σὺν αὐτοῖς τροφέων καὶ διδασκάλων καὶ παιδαγωγῶν δεδακρυμένων ὄχλος, αὐτῶν τε τἀς χεῖρας ὀρεγόντων εἰς τοὺς θεατάς, καὶ τὰ παιδία δεῖσθαι καὶ λιτανεύειν διδασκόντων. ἦν δ᾿ ἄρρενα μὲν δύο, θῆλυ δ᾿ ἕν, οὐ πάνυ συμφρονοῦντα τῶν κακῶν τὸ μέγεθος διὰ τὴν ἡλικίαν· ἧ καὶ μᾶλλον ἐλεεινὰ πρὸς τὴν μεταβολὴν τῆς ἀναισθησίας ἦν, ὥστε μικροῦ τὸν Περσέα βαδίζειν παρορώμενον· οὕτως ὑπ᾿ οἴκτου τοῖς νηπίοις προσεῖχον τὰς ὄψεις οἱ ῾Ρωμαῖοι, καὶ δάκρυα πολλοῖς ἐκβάλλειν συνέβη, πᾶσι δὲ μεμειγμένην ἀλγηδόνι καὶ χάριτι τὴν θέαν εἶναι, μέχρι οὗ τὰ παιδία παρῆλθεν.
Αὐτὸς δὲ τῶν τέκνων ὁ Περσεὺς καὶ τῆς περὶ αὐτὰ θεραπείας κατόπιν ἐπορεύετο, φαιὸν μὲν ἱμάτιον ἀμπεχόμενος καὶ κρηπῖδας ἔχων ἐπιχωρίους, ὑπὸ δὲ μεγέθους τῶν κακῶν πάντα θαμβοῦντι καὶ παραπεπληγμένῳ μάλιστα τὸν λογισμὸν ἐοικώς. καὶ τούτῳ δ᾿ εἵπετο χορὸς φίλων καὶ συνήθων, βεβαρημένων τὰ πρόσωπα πένθει, καὶ τῷ πρὸς Περσέα βλέπειν ἀεὶ καὶ δακρύειν ἔννοιαν παριστάντων τοῖς θεωμένοις, ὅτι τὴν ἐκείνου τύχην ὀλοφύρονται, τῶν καθ᾿ ἑαυτοὺς ἐλάχιστα φροντίζοντες. Καίτοι προσέπεμψε τῷ Αἰμιλίῳ, δεόμενος μὴ πομπευθῆναι καὶ παραιτούμενος τὸν θρίαμβον. ὁ δὲ τῆς ἀνανδρίας αὐτοῦ καὶ φιλοψυχίας ὡς ἔοικε καταγελῶν, ἀλλὰ τοῦτό γ᾿ εἶπε καὶ πρότερον ἦν ἐπ᾿ αὐτῷ, καὶ νῦν ἐστιν ἂν βούληται, δηλῶν τὸν πρὸ αἰσχύνης θάνατον, ὃν οὐχ ὑπομείνας ὁ δείλαιος, ἀλλ᾿ ὑπ’ ἐλπίδων τινῶν ἀπομαλακισθείς, ἐγεγόνει μέρος τῶν αὑτοῦ λαφύρων.
᾿Εφεξῆς δὲ τούτοις ἐκομίζοντο χρυσοῖ στέφανοι τετρακόσιοι τὸ πλῆθος, οὓς αἱ πόλεις ἀριστεῖα τῆς νίκης τῷ Αἰμιλίῳ μετὰ πρεσβειῶν ἔπεμψαν· εἶτ᾿ αὐτὸς ἐπέβαλλεν, ἀρματι κεκοσμημένῳ διαπρεπῶς ἐπιβεβηκώς, ἀνὴρ καὶ δίχα τοσαύτης ἐξουσίας ἀξιοθέατος, ἁλουργίδα χρυσόπαστον ἀμπεχόμενος καὶ δάφνης κλῶνα τῇ δεξιᾷ προτείνων. ἐδαφνηφόρει δὲ καὶ σύμπας ὁ στρατός, τῷ μὲν ἅρματι τοῦ στρατηγοῦ κατὰ λόχους καὶ τάξεις ἑπόμενος, ᾄδων δὲ τὰ μὲν ᾠδάς τινας πατρίους ἀναμεμειγμένας γέλωτι, τὰ δὲ παιᾶνας ἐπινικίους καὶ τῶν διαπεπραγμένων ἐπαίνους εἰς τὸν Αἰμίλιον, περίβλεπτον ὄντα καὶ ζηλωτὸν ὑπὸ πάντων, οὐδενὶ δὲ τῶν ἀγαθῶν ἐπίφθονον, πλὴν εἴ τι δαιμόνιον ἄρα τῶν μεγάλων καὶ ὑπερόγκων εἴληχεν εὐτυχιῶν ἀπαρύτειν καὶ μειγνύναι τὸν ἀνθρώπινον βίον, ὅπως μηδενὶ κακῶν ἄκρατος εἴη καὶ καθαρός, ἀλλὰ καθ᾿ ῞Ομηρον ἄριστα δοκῶσι πράττειν, οἷς αἱ τύχαι ῥοπὴν ἐπ᾿ ἀμφότερα τῶν πραγμάτων ἔχουσιν.
XXXI.- Dícese que de tal modo quebrantó y sorprendió a la gente de guerra este discurso, que después, por las otras tribus, le fue a Emilio decretado el triunfo. Ordenóse luego, según la memoria que ha quedado, de esta manera: el pueblo, habiéndose levantado tablados en los teatros para las carreras de los caballos, que se llaman circos, y en las inmediaciones de la plaza, y en todos los parajes por donde había de pasar la pompa, la vio desde ellos, yendo toda la gente vestida muy de limpio; los templos todos estaban abiertos y llenos de coronas y perfumes; muchos alguaciles y maceros, apartando a los que indiscretamente corrían y se ponían en medio, dejaban libre y desembarazada la carrera. La ceremonia toda se repartió en tres días, de los cuales en el primero, que apenas alcanzó para el botín de las estatuas, de las pinturas y de los colosos, tirado todo por doscientas yuntas, esto mismo fue lo que hubo que ver. Al día siguiente pasaron en muchos carros las armas más hermosas y acabadas de los Macedonios, brillantes con el bronce o el acero recién acicalado. La colocación, dispuesta con artificio y orden, parecía fortuita y como hecha por sí misma; los yelmos sobre los escudos; las corazas junto a las canilleras; las adargas cretenses, las rodelas de Tracia, las aljabas mezcladas con los frenos de los caballos, a su lado espadas desnudas, y junto a éstas, las lanzas macedonias, habiéndose dejado huecos proporcionados entre todas estas armas, con lo que en la marcha, dando unas con otras, formaban un eco áspero y desapacible, que aun con provenir de armas vencidas hacía que su vista inspirase miedo. En pos de estos carros de armas marchaban tres mil hombres, conduciendo la moneda de plata en setecientas y cincuenta esportillas de a tres talentos, y a cada uno de éstos le acompañaban otros cuatro. Seguían luego otros, que conducían salvillas, vasos, jarros y tazas de plata, muy bien colocadas todas estas piezas para que pudieran verse, y primorosas en sí, y por lo grandes y dobles que aparecían.
XXXII.- En el día tercero, muy de mañana, abrieron la pompa trompeteros, que tocaban, no una marcha compasada y propia del caso, sino aquella con que se incitan los Romanos a sí mismos en medio de la batalla; y en seguida eran conducidos ciento veinte bueyes cebones, a los que se les habían dorado los cuernos, y que habían sido adornados con cintas y coronas. Los jóvenes que los llevaban, ceñidos con fajas muy vistosas, los guiaban al sacrificio, y con ellos otros más mocitos con jarros de plata y oro para las libaciones. Venían luego los que conducían la moneda de oro, repartida en esportillas de a tres talentos, como la de plata, y éstas eran al todo setenta y siete. Tras éstos seguían los que conducían el ánfora sagrada, que Emilio había hecho guarnecer con pedrería de hasta diez talentos, y los que iban enseñando las antigónidas, las seléucidas, las tericleas y demás piezas de la vajilla que usaba Perseo en sus banquetes. En pos iba el carro de Perseo y sus armas, y la diadema puesta sobre las armas. Después, con algún intervalo, eran conducidos como esclavos las hijos del rey, y con ellos una turba de camareros, de maestros y de ayos, bañados en lágrimas, y que tendían las manos a los espectadores, adiestrando a los niños a pedir y suplicar. Eran éstos dos varones y una hembra, poco atentos a la magnitud de sus desgracias a causa de la edad, y por lo mismo esta simplicidad suya en semejante mudanza los hacía más dignos de compasión; de manera que estuvo en muy poco el que Perseo se les pasase sin ser visto, tan fija tenían los Romanos la vista por compasión sobre aquellos inocentes. A muchos les sucedió caérseles las lágrimas, y entre todos no hubo ninguno para quien en aquel espectáculo no estuviese mezclado el pesar con el gozo hasta que los niños hubieron pasado.
XXXIII.- No venía muy distante de los hijos y de su servidumbre el mismo Perseo, envuelto en una mezquina capa, calzado al estilo de su patria y como embobado y entontecido con el exceso de sus males; seguíanle inmediatamente muchos amigos y deudos, anegados sus rostros en llanto, y manifestando a los espectadores con mirar incesantemente a Perseo, y llorar, que era la suerte de aquel por la que se dolían, teniendo en muy poco la propia desventura. Habíase dirigido antes a Emilio, pidiéndole que no le llevasen en la pompa y que le excusara el triunfo; mas éste, escarneciéndole, a lo que parece, por su cobardía y apego a la vida; “pues esto- respondió- en su mano ha estado, y lo está todavía sí quiere”, dando a entender que, pues, por cobardía no había tenido valor para sufrir la muerte antes que la afrenta, seducido con lisonjeras esperanzas, esto era lo que había hecho que fuera contado entre sus despojos. Venían en pos inmediatamente cuatrocientas coronas de oro, que las ciudades habían enviado con embajadas a Emilio por prez de la victoria. Finalmente, venía él mismo, conducido en un carro magníficamente adornado; varón que, aun sin tanta autoridad, se atraía las miradas de todos. Vestía un ropaje de diversos colores, bordado de oro, y con la diestra alargaba un ramo de laurel. Iguales ramos llevaba el ejército que iba en pos del carro del general, formado por compañías y batallones, cantando ya canciones patrióticas, serias y jocosas, y ya himnos de victoria y alabanzas de los sucesos, encaminadas principalmente a Emilio, mirado y acatado de todos, y sin dar envidia a ninguno de los hombres de bien, sino que debe de haber algún mal Genio que tenga por oficio apocar las grandes y sobresalientes felicidades y aguar la vida de los hombres, para que ninguno la tenga exenta y pura de males, sino que parezca que aquel sale bien librado, según la sentencia de Homero, en cuyos sucesos alternativamente use de sus mudanzas la Fortuna.
La traducción se ha sacado de aquí.
La sentencia a la que se refiere Plutarco es la que aparece en Ilíada, XXIV (525-533):
ὡς γὰρ ἐπεκλώσαντο θεοὶ δειλοῖσι βροτοῖσι
ζώειν ἀχνυμένοις· αὐτοὶ δέ τ᾿ ἀκηδέες εἰσί.
δοιοὶ γάρ τε πίθοι κατακείαται ἐν Διὸς οὔδει
δώρων οἷα δίδωσι κακῶν, ἕτερος δὲ ἑάων·
ᾧ μέν κ‘᾿ἀμμίξας δώῃ Ζεὺς τερπικέραυνος,
ἄλλοτε μέν τε κακῷ ὅ γε κύρεται, ἄλλοτε δ᾿ ἐσθλῷ·
ᾧ δέ κε τῶν λυγρῶν δώῃ, λωβητὸν ἔθηκε,
καί ἑ κακὴ βούβρωστις ἐπὶ χθόνα δῖαν ἐλαύνει,
φοιτὰ δ᾿ οὔτε θεοῖσι τετιμένος οὔτε βροτοῖσιν.
Emilio Crespo Güemes, en Gredos, traduce:
Pues lo que los dioses han hilado para los míseros mortales
Es vivir entre congojas, mientras ellos están exentos de cuitas.
Dos toneles están fijos en el suelo del umbral de Zeus:
Uno contiene los males y el otro los bienes que nos obsequian.
A quien Zeus, que se delita con el rayo, le da una mezcla,
Unas veces se encuentra con algo malo y otras con algo bueno.
Pero a quien sólo da miserias lo hace objeto de toda afrenta,
Y una cruel aguijada lo va azuzando por la límpida tierra,
Y vaga sin el aprecio ni de los dioses ni de los mortales.
Esto respecto al laurel y las ceremonias de Triunfo.
Vayamos con la frase que Idígoras y Pachi utilizan en su viñeta: Recuerda que eres humano.
En la Wikipedia la tenemos en la entrada Memento mori, donde se nos habla del origen de la frase, relacionada, como hemos visto, con las ceremnias de triunfo rendidas a los generales victoriosos.
La principal fuente para esta frase la tenemos en Tertuliano (Apologeticum, XXXIII):
XXXIII. [1] Sed quid ego amplius de religione atque pietate Christiana in imperatore<m>? quem necesse est suspiciamus ut eum, quem dominus noster elegit, ut merito dixerim: «Noster est magis Caesar, a nostro deo constitutus.» [2] Itaque ut meo plus ego illi operor in salutem, si quidem non solum ab eo postulo eam, qui potest praestare, aut quod talis postulo, qui merear impetrare, sed etiam quod temperans maiestatem Caesaris infra deum magis illum commendo deo, cui soli subicio; subicio autem, cui non adaequo. [3] Non enim deum imperatorem dicam, vel quia mentiri nescio, vel quia illum deridere non audeo, vel quia nec ipse se deum volet dici. Si homo sit, interest homini deo cedere; satis habeat appellari imperator; grande et hoc nomen est, quod a deo traditur. Negat illum imperatorem qui deum dicit; nisi homo sit, non est imperator. [4] Hominem se esse etiam triumphans in illo sublimissimo curru admonetur; suggeritur enim ei a tergo: «Respice post te! Hominem te memento!» Et utique hoc magis gaudet tanta se gloria coruscare, ut illi admonitio condicionis suae sit necessaria. Minor erat, si tunc deus diceretur, quia non vere diceretur. Maior est qui revocatur, ne se deum existimet.
La traducción que ofrecemos está sacada de aquí.
CAPITULO XXXIII. QUE EL EMPERADOR NO ES DIOS, SINO PURO HOMBRE.
Pero ¿qué puedo yo decir de la piedad y respeto que tienen los cristianos con los emperadores? Venerámosle como á hombre á quien eligió Dios entre todos; y como le puso en aquel estado nuestro Señor, con razón decimos: el César es más nuestro, pues nuestro Dios lo hizo César. Siendo, pues, más mío que vuestro, más debo yo trabajar por su salud, no sólo porque pido con méritos para impetrar á quien puede dar lo que le pido, sino porque templando la majestad del César con la inmediata sujeción y subordinación á Dios, más lo encomiendo á su cuidado cuando á él tan solamente lo sujeto; pero á quien lo sujeto no lo igualo.
El no querer llamar Dios al emperador no es odio, sino servicio suyo: rehusamos este lenguaje ó por no saber mentir, ó por no atrevernos á burlar de nuestro príncipe con la adulación, ó porque haciéndose de los hombres los emperadores, por ventura no querrá dejar de ser hombre, ó porque es conveniencia suya el dar á Dios la ventaja. Harto tiene con llamarse emperador. Grande es aún el nombre que Dios puede dar tan solamente. El que lo llama Dios le quita el imperio, que son hombres los que imperan. Aun en aquel sublimísimo carro se le avisa de la condición de su naturaleza. A las espaldas del emperador triunfante va un ministro que le dice: «Mira tras de ti: acuérdate que eres hombre.» Y llanamente más se goza viéndose en tanto lustre de gloría, que sea necesario el acuerdo de su naturaleza. Menor sería si entonces se dejase llamar Dios, que la menoscabaría una mentira. Mayor es que la honra sea tanta, que sea necesario detener el pensamiento para que no lo piense.
Finalmente, la figura de Tertuliano nos la acerca el papa Benedicto XVI en su discurso de la Audiencia General del miércoles 30 de mayo de 2007.
Tertuliano
Queridos hermanos y hermanas:
Con la catequesis de hoy retomamos el hilo de las catequesis abandonado con motivo del viaje a Brasil y seguimos hablando de las grandes personalidades de la Iglesia antigua: también para nosotros hoy son maestros de fe y testigos de la perenne actualidad de la fe cristiana.
Hoy hablamos de un africano, Tertuliano, que entre fines del siglo II e inicios del III inaugura la literatura cristiana en latín. Con él comienza una teología en ese idioma. Su obra ha dado frutos decisivos, que sería imperdonable subestimar. Ejerce su influencia en varios niveles: desde el lenguaje y la recuperación de la cultura clásica, hasta el descubrimiento de un «alma cristiana» común en el mundo y la formulación de nuevas propuestas de convivencia humana.
No conocemos exactamente las fechas de su nacimiento y de su muerte. Sin embargo, sabemos que en Cartago, a fines del siglo II, recibió de padres y maestros paganos una sólida formación retórica, filosófica, jurídica e histórica. Luego se convirtió al cristianismo, al parecer, atraído por el ejemplo de los mártires cristianos. Comenzó a publicar sus escritos más famosos en el año 197. Pero una búsqueda demasiado individual de la verdad y su carácter intransigente —era muy riguroso— lo llevaron poco a poco a abandonar la comunión con la Iglesia y a unirse a la secta del montanismo. Sin embargo, la originalidad de su pensamiento y la incisiva eficacia de su lenguaje los sitúan en un lugar destacado dentro de la literatura cristiana antigua.
Son famosos sobre todo sus escritos de carácter apologético, que manifiestan dos objetivos principales: confutar las gravísimas acusaciones que los paganos dirigían contra la nueva religión; y, de manera más positiva y misionera, comunicar el mensaje del Evangelio en diálogo con la cultura de su tiempo. Su obra más conocida, el Apologético, denuncia el comportamiento injusto de las autoridades políticas con respecto a la Iglesia; explica y defiende las enseñanzas y las costumbres de los cristianos; presenta las diferencias entre la nueva religión y las principales corrientes filosóficas de la época; manifiesta el triunfo del Espíritu, que opone a la violencia de los perseguidores la sangre, el sufrimiento y la paciencia de los mártires: «Aunque sea refinada —escribe el autor africano—, vuestra crueldad no sirve de nada; más aún, para nuestra comunidad constituye una invitación. Después de cada uno de vuestros golpes de hacha, nos hacemos más numerosos: la sangre de los cristianos es semilla eficaz (semen est sanguis christianorum)» (Apologético 50, 13). Al final el martirio y el sufrimiento por la verdad salen victoriosos, y son más eficaces que la crueldad y la violencia de los regímenes totalitarios.
Pero Tertuliano, como todo buen apologista, experimenta al mismo tiempo la necesidad de comunicar positivamente la esencia del cristianismo. Por eso, adopta el método especulativo para ilustrar los fundamentos racionales del dogma cristiano. Los profundiza de manera sistemática, comenzando por la descripción del «Dios de los cristianos». «Aquel a quien adoramos es un Dios único», atestigua el apologista. Y prosigue, utilizando las antítesis y paradojas características de su lenguaje: «Es invisible, aunque se le vea; inalcanzable, aunque esté presente a través de la gracia; inconcebible, aunque los sentidos humanos lo puedan concebir; por eso es verdadero y grande» (ib., 17, 1-2).
Tertuliano, además, da un paso enorme en el desarrollo del dogma trinitario; nos dejó en latín el lenguaje adecuado para expresar este gran misterio, introduciendo los términos: «una sustancia» y «tres personas». También desarrolló mucho el lenguaje correcto para expresar el misterio de Cristo, Hijo de Dios y verdadero hombre. El autor africano habla también del Espíritu Santo, demostrando su carácter personal y divino: «Creemos que, según su promesa, Jesucristo envió por medio del Padre al Espíritu Santo, el Paráclito, el santificador de la fe de quienes creen en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu» (ib., 2, 1). Asimismo, sus obras contienen numerosos textos sobre la Iglesia, a la que Tertuliano siempre reconoce como «madre». Incluso después de su adhesión al montanismo, no olvidó que la Iglesia es la Madre de nuestra fe y de nuestra vida cristiana. También habla de la conducta moral de los cristianos y de la vida futura.
Sus escritos son importantes también para descubrir tendencias vivas en las comunidades cristianas sobre María santísima, sobre los sacramentos de la Eucaristía, el Matrimonio y la Reconciliación, sobre el primado de Pedro, sobre la oración… En aquellos años de persecución, en los que los cristianos parecían una minoría perdida, el apologista los exhorta en especial a la esperanza, que —según sus escritos— no es solamente una virtud, sino también una modalidad que afecta a todos los aspectos de la existencia cristiana.
Tenemos la esperanza de que el futuro será nuestro porque el futuro es de Dios. Así, la resurrección del Señor se presenta como el fundamento de nuestra resurrección futura, y representa el objeto principal de la confianza de los cristianos: «La carne resucitará —afirma categóricamente Tertuliano—: toda la carne, precisamente la carne, y la carne toda entera. Dondequiera que se encuentre, está en consigna ante Dios, en virtud del fidelísimo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo, que restituirá Dios al hombre y el hombre a Dios» (La resurrección de los muertos, 63, 1).
Desde el punto de vista humano, se puede hablar sin duda del drama de Tertuliano. Con el paso del tiempo, se hizo cada vez más exigente con los cristianos. Pretendía de ellos en todas las circunstancias, sobre todo en las persecuciones, un comportamiento heroico. Rígido en sus posiciones, no ahorraba duras críticas y acabó inevitablemente por aislarse. Por lo demás, todavía hoy siguen abiertas muchas cuestiones, no sólo sobre el pensamiento teológico y filosófico de Tertuliano, sino también sobre su actitud ante las instituciones políticas y la sociedad pagana.
A mí esta gran personalidad moral e intelectual, este hombre que dio una contribución tan grande al pensamiento cristiano, me hace reflexionar mucho. Se ve que al final le falta la sencillez, la humildad para integrarse en la Iglesia, para aceptar sus debilidades, para ser tolerante con los demás y consigo mismo. Cuando sólo se ve el propio pensamiento en su grandeza, al final se pierde precisamente esta grandeza. La característica esencial de un gran teólogo es la humildad para estar con la Iglesia, para aceptar sus debilidades y las propias, porque sólo Dios es totalmente santo. Nosotros, en cambio, siempre tenemos necesidad de perdón.
En definitiva, Tertuliano es un testigo interesante de los primeros tiempos de la Iglesia, cuando los cristianos se convirtieron en auténticos sujetos de «nueva cultura» en el encuentro entre herencia clásica y mensaje evangélico. Es suya la famosa afirmación, según la cual, nuestra alma es «naturaliter cristiana» (Apologético, 17, 6), con la que evoca la perenne continuidad entre los auténticos valores humanos y los cristianos; y también es suya la reflexión, inspirada directamente en el Evangelio, según la cual, «el cristiano no puede odiar ni siquiera a sus enemigos» (cf. Apologético, 37), pues la dimensión moral ineludible de la opción de fe propone la «no violencia» como regla de vida. Y es evidente la dramática actualidad de esta enseñanza, a la luz del intenso debate sobre las religiones.
En definitiva, los escritos de Tertuliano contienen numerosos temas que todavía hoy tenemos que afrontar. Nos impulsan a una fecunda búsqueda interior, a la que invito a todos los fieles, para que sepan expresar de manera cada vez más convincente la Regla de la fe, según la cual, como dice el mismo Tertuliano, «nosotros creemos que hay un solo Dios, y no hay ningún otro fuera del Creador del mundo: él lo ha hecho todo de la nada por medio de su Verbo, engendrado antes de todas las cosas» (La prescripción de los herejes 13, 1).
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