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Archive for 26 de abril de 2010

 

Después el propio Alsina nos ofrece lo que él llama Algunos juicios sobre el Tratado, en el que nos ofrece valoraciones de escritores y estudiosos de la literatura sobre el Tratado Sobre lo Sublime. De estos juicios que Alsina ofrece, nosotros realizamos esta selección:

Hasta entonces yo sólo conocía dos modos de hacer la crítica de un hermoso pasaje: uno, que consiste en mostrar, por medio de una exacta anatomía sus bellezas, y cómo se han éstas conseguido; el otro, una mera exclamación o un elogio general, que nada deja tras de sí. Longino me ha mostrado que hay un tercer método: al leerlo, me cuenta sus propios sentimientos, y me los cuenta con tal energía, que me los comunica (Gibbon, Journal, 1780)

Aristóteles, Cicerón, Quintiliano, Longino: no he dejado de considerar a ninguno. (Goethe, Dichtung und Wahrheit, 1814)

La crítica de poesía que hace el Anónimo es, verdaderamente, dentro de lo que conocemos, la primera y única que en la Antigüedad puede definirse como crítica estética. Una crítica que no se detiene en las palabras, sino que desciende a lo que hay de más íntimo y de más profundo en la poesía: el poder evocador y sugestivo de la imagen en el alma del poeta inspirado. (Cataudella, Historia de la literatura griega, 1954).

Alsina ofrece también un fragmento de Marcelino Menéndez Pelayo, en su Historia de las ideas estéticas en España, de 1883. Nosotros aportamos todo lo que dice el erudito cántabro.

El mismo título que por tradición dan sus intérpretes a este libro de Longino, no es rigurosamente exacto a lo menos en el sentido moderno, aunque lo será si entendemos la palabra sublime conforme a su valor latino, como sinónima de elevado . Realmente, lo que trata de ilustrar Longino es la teoría del estilo sublime, sin que entre casi nunca en sus apreciaciones la idea de discordancia entre el pensamiento y la forma, que los modernos suponemos inseparable de la idea de lo sublime, como de la idea de lo cómico, aunque por razón contraria. Longino declara rotundamente que lo sublime es aquello en que estriba la mayor excelencia del discurso, y casi todos los ejemplos que trae pueden referirse o a la belleza o a ciertas cualidades estéticas secundarias; sólo dos o tres a la sublimidad propiamente dicha. A Longino le parece sublime todo lo que es acabado y perfecto en cualquier género. No penetra en la esencia de la sublimidad, aunque en ocasiones ronda muy de cerca el castillo, dando por caracteres de lo sublime, unas veces el producir admiración y estupor, y otras veces el ostentar y desarrollar poder y fuerza. Su efecto, añade, es el del rayo; como si se congregasen en un solo punto todas las energías morales del orador. La sublimidad es como la cumbre y la excelencia de la oración.

¿Hay un arte especial para lo sublime? pregunta Longino. Algunos afirman que siendo ingénita en el orador la sublimidad, no es susceptible de ser enseñada, sino que la naturaleza la dicta. Con todo eso, no se ha de decir que lo sublime cae fuera de los lindes del arte. Cierto que su origen radica en la naturaleza, la cual es principio, ejemplar y fundamento de todos los hábitos de nuestro espíritu; pero el arte ayuda a adquirir el hábito de lo sublime, o más bien sirve de freno al ingenio, que necesita de él tanto como del estímulo. La naturaleza sin el arte es como ciego que camina ignorante de la tierra que pisa. No se confunda lo sublime con lo hinchado o aparatoso, ni con el tumulto de imágenes.

 

 

Como el entendimiento humano tiende naturalmente a lo grande, suele equivocar la grandeza verdadera con la ficticia; pero la hinchazón es vicio no menor en el estilo que en el cuerpo humano. Nada hay más seco que un hidrópico. Quien busca siempre lo agudo, extraordinario y brillante, suele dar en lo pueril, y del afán constante de agradar nacen los abusos del estilo figurado. Defecto no menor que éstos es el que llamó Teodoro delirio extemporáneo , y consiste en fingir el calor que no se tiene ni el asunto permite, prorrumpiendo el orador, como embriagado y fuera de sí, en la expresión de afectos de que se halla muy remoto.

Es el tratadito de Longino una escuela práctica de buen gusto, donde se da más al freno que a la espuela. No encuentran gracia ante el ingenioso retórico ni el estilo frío, ni las falsas agudezas y alusiones pueriles, que él personifica en Timeo, ni el afán desmedido de buscar pensamientos recónditos, achaque de aquélla y de todas las épocas decadentes, ni el falso simulacro de grandeza y la vana pompa de las palabras, que algunos confunden con lo sublime. La piedra de toque de éste es el efecto que produce en el alma, a saber, cierta majestuosa elevación y un noble aprecio de nosotros mismos, que nos alegra y levanta sobre nuestra habitual condición, y nos hace partícipes de las maravillas que entendemos, como si nosotros las hubiésemos producido. Cuando nada de lo que se oye llega al espíritu, y queda sólo el vano estrépito en los oídos, la grandeza es falsa y no va más allá del ruido de las palabras. Otra condición de lo sublime es venir preñado de pensamientos, que se graban profunda e indeleblemente en la memoria, y ofrecen al espíritu copiosa materia de meditación.

El último de los caracteres de lo sublime es su universalidad, puesto que produce efecto en los hombres de condición y estado más diversos, y de los tiempos y naciones más remotos y distintos. Cinco son para nuestro preceptista las fuentes de lo sublime:

1.ª Alteza de ingenio.

2.ª Lo patético o el entusiasmo.

3.ª Uso de las figuras de pensamiento y de dicción.

4.ª Noble y discreta elección de las palabras.

5.ª Composición magnífica de estas mismas palabras.

Manifiesto está el criterio puramente retórico que guía a Longino, y cuánto se aparta de la noción de lo sublime universalmente aceptada por la estética moderna, para la cual ha de carecer absolutamente de sentido la expresión de sublimidad aplicada a la dicción, a las figuras y a la composición de las palabras. Y, sin embargo, Longino, en fuerza de su delicado espíritu literario, llega a darse la mano con los críticos de nuestro tiempo, cuando deshace la confusión introducida por Cecilio entre lo sublime y lo patético, o cuando explana su doctrina de la sublimidad en los pensamientos. «Debemos educar (dice) nuestra índole en lo grande y magnífico, para que se haga noble y ávida de cosas excelsas. La sublimidad de los pensamientos es el eco sonoro de la grandeza del alma, que puede manifestarse hasta por el silencio mismo, verbigracia, el de Ayax en la Odisea . Si el orador es de espíritu vil y bajo, ¿cómo ha de producir nada digno de la posteridad? Sólo los grandes hombres dicen las grandes cosas. Por eso Homero abunda más que otro alguno en pensamientos sublimes».

Esta admiración por Homero, admiración culta y reflexiva, fruto maduro del último árbol de la ciencia griega, es uno de los mayores encantos del tratado de Longino. Se le puede tachar de algo injusto con la Odisea . Los Corizontes , predecesores instintivos de nuestra crítica semiwolfiana, no habían convencido a Longino, y él tenía las dos obras por de la misma mano; pero comparaba al poeta de la Odisea con el sol en su ocaso. Tachaba de prolijas sus narraciones y de increíbles sus fábulas, por ser la ancianidad más dada a la narración que a la acción; y no encontraba en la Odisea el hervor de afectos, la variedad y riqueza de elocución y la continua grandeza de la Iliada. «Los sueños de la Odisea (añade), aunque sean de los que envía el mismo Zeus, son sueños al cabo, y bastan para demostrar que cuando los grandes artífices han perdido el vigor de lo patético, se refugian en la descripción de las costumbres, y propenden a la comedia y a la pintura de caracteres».

Hay en todo esto ingenio que se convierte casi en ingeniosidad, y que de puro refinado y sutil resulta falso: así no acierta Longino en atribuir a la vejez de un poeta lo que es consecuencia de un estado social distinto de aquél en que fué posible la primitiva epopeya homérica; pero no puede negarse que esta manera de crítica, íntima y psicológica, que quiere llegar al fondo de la obra por el análisis de la vida moral del poeta, era una novedad y un adelanto entre los antiguos, en términos que nada igual nos ofrece la misma escuela de Alejandría. Nace también la sublimidad (según Longino) de las circunstancias que se reúnen y congregan para producir efecto o hacer un cuadro, v. gr., en la segunda oda de Safo, y en la descripción homérica de la tempestad. Si el fragmento sáfico está impropiamente citado por ejemplo de sublime, no ha de negarse que Longino le analiza con delicado primor. «No parece (escribe) que una sola pasión impera en Safo, sino que su alma es el centro de todas las pasiones».

 


No quiere Longino que el estudio de los detalles degenere en menudencias realistas que hacen en el discurso el mismo efecto que el ripio en las construcciones, y al mismo tiempo nos enseña que la ampliación sin grandeza de ideas ni unidad de composición es cuerpo sin alma, entendiendo por amplificación la muchedumbre, pompa y boato de las palabras y no el incremento progresivo de la oración. Es Longino, juntamente con Quintiliano, uno de los pocos escritores antiguos que han puesto entusiasmo, belleza poética e instinto de creación en la crítica literaria. Bajo su pluma nacen sin esfuerzo las frases pintorescas y galanas. Compara el efecto de la elocuencia de Cicerón con un rocío continuo y suave. Presenta a Platón disputando a Homero, como un atleta, el premio en la carrera.

Los poetas y escritores ilustres son «fuentes sagradas, de donde se exhala suavísimo vapor, que penetra el alma, no de otro modo que el hálito vigoroso y divino que se desprende del antro de Delfos enajena a la sacerdotisa, moviendo su lengua para que pronuncie sus oráculos». ¡De cuán alta manera entiende la imitación Longino! Nos aconseja pensar siempre cómo hubiera dicho esto Homero, cómo Platón, Demóstenes o Tucídides. «Así, volando delante de nosotros las imágenes de estos grandes varones, llénase nuestro ánimo de cierta noble emulación y se levanta sobre su nivel ordinario». Pensemos también en el juicio de la posteridad, sin cuyo saludable temor no se produce más que borrones y abortos.

Las imágenes, simulacros o ficciones en que nos parece contemplar los objetos mismos, son grande ornamento del discurso; pero no debe prodigarlos el orador tanto como el poeta, cuyo fin principal es despertar admiración. La poesía admite la invención fabulosa; pero la oratoria nunca o rara vez, aunque la empleen fuera de propósito nuestros oradores modernos. A veces las imágenes refuerzan el vigor de las pruebas, porque nada hace tanto efecto ni tiene tanta claridad y evidencia como lo que entra por los ojos.

Las figuras y lo sublime se fortifican mutuamente; pero el discurso con figuras solas y demasiado visibles resultaría sospechoso de falacia. Vale más que estén encubiertas, y nada sirve tanto para velarlas como lo sublime, y lo patético, y la brillantez del pensamiento, porque así la lumbre mayor eclipsa a las menores, y los artificios retóricos quedan como anegados entre tanta grandeza y profusión de luz.

¿Es preferible lo sublime con algunos lunares, a lo mediano perfecto y que nunca decae? ¿Cuál obra es más digna de alabanza, la que tiene menor número de defectos, o la que, con tener algunos, se acerca más al ideal de lo sublime? Longino se declara resueltamente contra la medianía elegante. Rara vez un escritor verdaderamente grande ostenta la misma pureza que un autor mediano. Al contrario: el talento mediano corre menos riesgo de tropezar en faltas, porque no aventura nada, y camina siempre sobre seguro, sin temor de que su propia grandeza le despeñe. ¡Cuán perfectos son Apolonio y Teócrito! Pero ¿quién preferiría ser Apolonio o Teócrito antes que Homero, o quién Baquílides más bien que Píndaro, o Ion antes que Sófocles? Lo sublime, aunque sea desigual, es preferible siempre a cualquier otro género de belleza.

¿Por qué, grandes escritores como Platón y Demóstenes han descuidado esas menudas perfecciones que abundan en Lisias y en Hipérides? Porque la naturaleza no ha hecho del hombre un animal inferior y de baja ralea, sino que le ha lanzado a la arena de la vida como animoso púgil sediento de gloria, infundiendo en su ánimo vehemente pasión por lo sublime y divino, de donde resulta que el ámbito de la tierra viene corto al pensamiento humano, que traspasa los cielos y vuela allende los límites del orbe. Por eso no nos asombra, sino que nos deleita un arroyuelo, y reservamos nuestra admiración para el Nilo, el Danubio o el Rhin, y mucho más para las soledades del Océano, y no admiramos el fuego que nosotros mismos hayamos encendido, sino los fuegos celestiales o el incendio que el Etna arroja de sus entrañas.

Lo sublime nos levanta a la esfera de los dioses. La falta de defectos evita la censura; pero no granjea alabanza, mientras que un solo pensamiento sublime compensa todos los defectos de una obra. Mejor es que se reúnan la naturaleza y el arte, y en eso estriba la suma perfección; pero si en una estatua se busca sólo la armonía y la semejanza, en el discurso se exige además algo de sobrenatural y de divino.

Hasta en la explicación de los fundamentos de la armonía de las palabras se aparta Longino de la trivialidad retórica, asentando que la armonía del discurso no habla sólo al oído, sino al alma, por cierta afinidad y simpatía que el espíritu tiene con lo armónico. ¡Lástima que quien tan hondamente penetraba en la misteriosa correlación de los sonidos y de los afectos, haya dado peso con su autoridad a la doctrina lamentable de las palabras bajas y de las nobles o generosas , llevándola hasta el extremo de reprender en Homero la naturalísima metáfora hervir el mar, y en Teopompo la expresión canastillo de viandas . Quizá sea éste el único lunar del áureo tratado De lo Sublime.

 


Y tanto desorienta a Longino esta preocupación suya de la nobleza en las palabras que le hace dar el triste consejo de expresar las cosas por términos generales, para huir de la supuesta bajeza, y con ella de todo color en el estilo.

Pero todo se le perdona al llegar al postrer capítulo, el más elocuente de todos, verdadero grito de un alma nacida para la libertad y digna de la era de Pericles. Estas dos páginas, para las cuales no hay encarecimiento bastante, son como el canto del cisne de la oratoria antigua ahogada por la ruina de la libertad moral y por el cesarismo. Trata el autor de investigar las causas de la penuria grande de lo sublime, en medio de tanta habilidad dialéctica y técnica como había en su tiempo. Y todavía con más valor que Quintiliano o Tácito, o quien quiera que sea el autor del diálogo De las causas de la corrupción de la elocuencia , señala como primera la destrucción del gobierno popular, porque nada hay que levante los ánimos y excite la emulación y el talento oratorio tanto como la libertad. «A nosotros, que jamás hemos aplicado los labios a ese vivo e inagotable raudal de elocuencia, quiero decir, a la libertad, sólo nos es concedido, cuando más afortunados somos, convertirnos en magníficos aduladores. Un esclavo podrá ser hábil en muchas artes y ciencias, pero nunca será orador, porque al esclavo (como dice Homero) el Dios que le reduce a servidumbre le priva de la mitad de su alma. La servidumbre, por suave que sea, es como las cajas en que se encierra a los pigmeos para impedirles crecer».

Sin duda por precaución oratoria ha puesto Longino estas duras verdades en boca de un filósofo a quien no nombra; y quizá lo hizo también para responder en nombre propio con otras más duras, mostrando que no nace la esclavitud sino donde debe nacer, y que en vano aspiran a ser libres los pueblos que no empiezan por vencer el tumulto de pasiones que perturban nuestra vida, la codicia, el amor a los placeres, el lujo, el fausto, la molicie; porque absorto el ánimo en lo vil, terreno y deleznable, nunca levanta los ojos a la altura, y se secan en él las raíces de lo sublime.

Ha perecido el tratado De las pasiones, que el pseudo-Longino anuncia al fin, y que debía ser el complemento del De lo Sublime. Este mismo ha llegado a nosotros con mutilaciones en varios pasajes; pero tal como le poseemos, no hay obra alguna de crítica en la antigüedad, si se exceptúan los diálogos de Cicerón, en que se admire tal mezcla de pasión y elocuencia, de elevación moral y de sentido de todas las delicadezas artísticas. En Longino (quien quiera que él sea) la crítica parece vocación religiosa, y el entusiasmo por los antiguos modelos se convierte en una manera de inspiración poética u oratoria. Pero admirando su libro como monumento literario, hay que confesar que dejó intacta la cuestión estética de lo sublime, y que apenas llegó a vislumbrarla. Y fue lo peor que su ejemplo y autoridad, confirmada en las escuelas modernas por una traducción más elegante que fiel de Boileau, en tiempos en que el tecnicismo de los retóricos griegos era secreto de pocos, contribuyó a embrollar las ideas sobre este punto, y atrasó y extravió la ciencia, como es de ver en Burke mismo, hasta que la sutil crítica kantiana llegó a penetrar en la esencia de lo que hasta entonces se había tenido por indisoluble enigma .

 

Hasta aquí las palabras de Menéndez Pelayo.

 

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